El mal habla por sí mismo
¿Cómo puede plantearse que se dé voz a los agresores de La Manada cuando la víctima, para preservar su intimidad, debe callar?
A pesar de que el género confesional parece haber ganado terreno a la ficción en los últimos años, no cabe duda de que las novelas, más aún las películas, inocularon en nosotros algunos tópicos que de vez en cuando soltamos por ahí muy circunspectos, como si se tratara de teorías interesantes que lleváramos tiempo acariciando. Mentira. Lo que hacemos es repetir el cuento que tantas veces nos han contado. Uno de los cuentos más correosos que ha perpetrado la literatura de adultos, por lo difícil que resulta de desmontar, es que el mal, en sus múltiples variantes, está siempre maquinado por una mente inteligente, atractiva. La víctima, en cambio, desde un punto de vista intelectual, interesa poco; su existencia se reduce a ser la excusa necesaria para que nosotros, espectadores o lectores, podamos indagar en el proceso mental que provoca la agresión. Sin embargo, la realidad desmiente una y otra vez esta idea tan jugosa para la novela negra, al suspense o el celebrado género del asesino múltiple, porque lo cierto es que para agredir a otro ser humano basta con tener pocos escrúpulos y una falta total de empatía.
La pregunta desafiante que se nos hace es: ¿no nos hubiera interesado escuchar una entrevista con Hitler, con Sadam Husein, con Mussolini?
Los días pasados se alertó contra la posibilidad de que algunos programas matutinos, especializados en los últimos años en un tratamiento de los sucesos que provoca alarma y desasosiego, sobre todo en los ancianos, hubieran ofrecido a los integrantes de La Manada una entrevista en exclusiva, es decir, provista de una remuneración económica. No sería de extrañar. En Estados Unidos, país inspirador de este tipo de shows, O. J. Simpson tuvo la oportunidad de explicarse ante los medios significativamente más que la víctima, su mujer, que estaba muerta. Lo extraordinario es que se apele en el caso que nos ocupa no solo a la libertad de prensa, sino al interés de orden periodístico que entrañaría una entrevista en profundidad con alguno de estos cinco individuos.
La torpeza con que la justicia está lidiando con este asunto nos enreda en discusiones que despistan del verdadero objetivo
La pregunta desafiante que se nos hace es: ¿no nos hubiera interesado escuchar una entrevista con Hitler, con Sadam Husein, con Mussolini? ¿Quién desdeñaría presenciar una conversación humana con Josef Fritzl, el austriaco que secuestró a su hija durante 24 años y le hizo parir siete hijos? En mi opinión, los perpetradores del mal se expresan con rigurosa exactitud a través de sus actos, de tal forma que a nadie le cabe duda alguna de cuáles eran los planes de Hitler con los judíos o sus ambiciones territoriales; Franco, el dictador de rosario y mesa camilla, cuya elocuencia verbal era nula, tuvo la oportunidad, en cambio, de dejar bien claro cuál era su idea de España y quiénes eran los verdaderos españoles; Josef Fritzl convirtió a su hija en esclava sexual. Sobre dictadores y abusadores se ha escrito prolijamente, y no parece que sus palabras añadieran nada a los actos, incluso en aquellos que abusando de su poder hablaban durante interminables horas, que es otra forma de socavar la libertad ajena.
La torpeza con que la justicia está lidiando con este asunto nos enreda en discusiones que despistan del verdadero objetivo: dignificar y humanizar el tratamiento que tradicionalmente se ha dado a las víctimas de agresiones sexuales. ¿Cómo puede alguien plantearse que se dé voz a los agresores cuando la víctima, para preservar su intimidad, debe callar? Esta interrupción de su estancia en prisión solo está sirviendo para embarullar aún más un caso envenenado. Cada vez que observo a las cámaras siguiendo a uno de los cinco entrar o salir de las dependencias policiales me pregunto si esa atención mediática no les enroca todavía más en la certeza de su inocencia y si no les agrada esta notoriedad. Porque donde la justicia les ha devuelto es al lugar de sus vínculos familiares, allí donde los educaron en la idea de que una chica que anda sola por la noche bajo los efectos del alcohol no vale nada, mientras que cinco hombres, unidos por una fraternidad chulesca, exudan una masculinidad agresiva que tiene que desahogarse.
Dice nuestra constitución que las penas privativas de libertad han de encaminarse a la reeducación y a la reinserción social. Por lo poco que he visto de estos tipos, ya que me perturban esas imágenes tan de gañanes mil veces repetidas; por lo que llevo escuchado a su abogado y a personas de su entorno, tengo claro que sus mentes no albergan una mínima reflexión crítica sobre lo que hicieron. Incluso esa característica indumentaria que comparten como si fuera un uniforme sigue imperturbable. Y aun así, con las heridas abiertas de una víctima a la que sentimos pero no vemos, la justicia decide devolver a los agresores a sus casas para que se den un baño de cariño, se reafirmen en sus convencimientos o traten de fugarse. ¿Es interesante de verdad escuchar lo que dicen? No ahora. Ahora solo podrían ofender a quien ya agredieron. Sería interesante, por qué no, dentro de unos años, ya terminada su condena. Podríamos observar si algo se rompió dentro de ellos. Si obtuvieron algún beneficio de su estancia en la cárcel o si, al contrario, la prisión solo alimentó el resentimiento y la idea de que todas las mujeres son putas, menos la madre y la hermana.
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