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Masha Gessen: “Nos hundimos en la brecha que separa ideología y realidad”

Su defensa de la libertad en Rusia y su certero análisis de la política en EE UU la han convertido en una de las voces críticas más respetadas

Andrea Aguilar
La escritora y ensayista, Masha Gessen.
La escritora y ensayista, Masha Gessen. Lee Towndrow

Nacida en la Rusia soviética, a los 14 años Masha Gessen se trasladó a EE. UU. y a los 24 regresó a Moscú, licenciada en Arquitectura y dispuesta a vivir en primera línea los aires de cambio que soplaban en 1991. Periodista, ensayista y activista LGTB, su negativa a que uno de los redactores de la revista científica que dirigía cubriera un acto de Vladímir Putin resultó en su despido fulminante en 2012. Un año después se trasladó con su esposa y sus tres hijos a Nueva York. Gessen encarna la versión contemporánea de intelligentsia —ese término ruso de difícil traducción aplicado a la élite intelectual—, y entronca con la mejor tradición de ensayistas estadounidenses representada por Susan Sontag o por el ruso estadounidense Joseph Brodsky. Sus artículos en The New York Review of Books y su trabajo como columnista en plantilla de The New Yorker la han convertido en una de las voces más críticas y respetadas en EE. UU. Compagina estas tareas con una colaboración como traductora para la serie televisiva sobre espías rusos infiltrados The Americans.

“Me preocupa la falta de matices en la cobertura de la trama rusa que hacen los medios en EE UU”

Autora de la biografía de Vladímir Putin El hombre sin rostro, en su nuevo libro, El futuro es historia, Rusia y el regreso del totalitarismo —premiado con el National Book Award y publicado por Turner en español—, Gessen revisa el concepto acuñado por Hannah Arendt y su evolución en Rusia. En su reciente viaje a España, pronunció una conferencia sobre George Orwell en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y recibió el Premio Diario Madrid de Periodismo como reconocimiento a su defensa de la libertad de expresión.

P. En su libro habla del tipo de ciudadano que surgió del régimen soviético, sobre el que también ha escrito la Nobel Svetlana Aleksievich. ¿Qué relación guarda el homo sovieticus con los rusos de hoy?
R. El término fue acuñado por el sociólogo Yuri Levada y es algo complicado de analizar porque es fácil caer en discusiones sobre un supuesto carácter nacional. Cuando me preguntan si los rusos simplemente no están hechos para la democracia y necesitan un líder fuerte, pienso que eso es algo ridículo y racista. El término homo sovieticus expresa una empatía: sirve para hablar de un trauma muy profundo que ha padecido la gente en su fuero interno, en su relación con la sociedad y en el tejido social mismo. Quien lo ha padecido se siente más cómodo y más capaz de funcionar en una sociedad totalitaria o en una que ha restaurado muchas de las instituciones de ese régimen. Esto no significa que los rusos nazcan así, sino que el trauma intergeneracional que causa un régimen totalitario y las estrategias de adaptación que hay que desarrollar para vivir en un Estado de terror son muy fuertes.
P. Escribe sobre la ruptura de las repúblicas soviéticas, el auge del nacionalismo y su efecto posterior. ¿Cómo ve esta evolución?
R. Creo que es más acertado hablar de imperialismo que de nacionalismo al referirnos a Rusia. En el caso de las repúblicas que se escindieron de la URSS el nacionalismo fue una fuerza liberadora hasta que lograron asentar su soberanía, luego ya no. Pero en lugares como Ucrania o Georgia hoy están ante una amenaza real de una potencia colonizadora, y es nacionalismo es algo mucho más complicado.
P. ¿Qué opina del debate sobre si la izquierda puede ser nacionalista?
“No hay suficiente reflexión en torno al movimiento #Metoo”
P. Depende de las circunstancias. En un país como Hungría los líderes trafican con el nacionalismo, conjuran amenazas, normalmente relacionadas con los refugiados, algo que también ocurre en otros lugares de Europa con los partidos populistas, y así crean una sensación de que la población vive bajo sitio y justifican el impulso nacionalista. Frente a esto, hay lugares como Ucrania donde realmente se está librando una guerra de liberación, y gente de la izquierda es nacionalista por las circunstancias que atraviesa el país. Me gustaría que pensáramos en términos posnacionales y transfronterizos, pero aún no estamos ahí. 
P. Se apela a la humillación para reforzar el orgullo nacional en lugares como Hungría, Rusia y EE. UU. ¿Ve alguna conexión?
R. Es más acertado hablar de política de resentimiento que de humillación, porque esto último forma parte de un relato, de una historia que los países deciden contarse para dar munición al resentimiento. La gente y los países pueden elegir. En Rusia, en los noventa, se podrían haber contado historias sobre una identidad nacional posimperial. No se hizo, por el legado del régimen totalitario y porque la gente que dirigió las reformas creyó que el mercado libre crearía una nueva sociedad. Dejaron que creciera el bacilo de la grandeza, pero se podría haber remediado. La grandeza no es la única manera que tiene un país de reafirmarse, y en España lo saben.
P. Relata la destrucción de las ciencias sociales en la URSS, y la extraña situación que se produjo al caer el régimen. ¿No querían saber lo que estaba pasando?
R. Inicialmente se creía que las ciencias sociales debían ayudar al Estado, pero también reflejar esa armonía social imaginada. Por ejemplo, en psicología si el sistema había creado a un hombre nuevo en paz con la sociedad no había lugar para el conflicto. La falta de armonía se consideraba una patología criminal o psiquiátrica. La sociología fue aparcada por motivos parecidos. Luego se dieron cuenta de que no tenían ni idea de lo que la gente pensaba. Pero ¿cómo obtener esa información si estás exigiendo a las personas que piensen exactamente lo que el Gobierno les dice? Además, sería muy peligroso para el régimen que alguien accediera a ese tipo de conocimiento. Ellos querían sociología sin sociólogos.
“Es más acertado hablar de política de resentimiento que de humillación, porque esto último forma parte de una historia que los países deciden contarse”
P. EE. UU. es un caso diametralmente opuesto, allí la psicología y la sociología son muy fuertes. Sin embargo, esto no ha impedido el auge del nacionalismo.
R. En Occidente estamos atrapados en determinadas formas de pensar y hablar. Las cosas que permiten imaginar otra política no tienen nombre. Puede que convivamos con prácticas no capitalistas o no nacionalistas, pero no hay forma de hablar de ello. Los límites ideológicos de las ciencias sociales (es decir, el idioma) están relacionados con el fenómeno de Trump. Hay otras cosas también como la tendencia antiintelectual, y la brecha entre pensamiento y acción política.
P. Escribe también sobre la brecha que separa ideología y realidad. ¿Esto en EE. UU. destruye el sueño americano?
R. Nos hundimos en esa brecha y, en parte, eso explica el éxito de Trump. Hasta ahora, muchos han votado con el bolsillo, racionalmente, pero sus recursos económicos han seguido mermando: su futuro es poco esperanzador y ellos sentían que tenían derecho al sueño americano. Si Trump es la granada que pueden lanzar contra el sistema, que así sea. Su afinidad política o ideológica es escasa, pero él es su arma.
P. Ha señalado las trampas en las que están cayendo los medios al cubrir la AdministraciónTrump. ¿Hay una relación simbiótica entre ellos?
R. Los medios están atrapados. Mira los tuits de Trump, una degradación de la política, pero como periodista, ¿qué haces? Hay quien decide no informar, como la presentadora Rachel Maddow, pero creo que no puedes negarte a hacerlo aunque ello impliquesea una forma de participar en la degradación. Debemos ser muy autorreflexivos, y esto es lo que peor se les da a los periodistas, especialmente en EE. UU., donde pesa esa voz objetiva que se supone que sabe lo que dice.
P. ¿Qué falla en la cobertura de la injerencia rusa?
R. Me preocupa la falta de matices, y el lenguaje de la pureza, que defiende que las elecciones deben ser inmacu­ladas. Objeto totalmente ante la idea de que la democracia puede ser absolutamente pura y limpia, porque esto esconde algo espeluznante. ¿Cuál es la diferencia entre mi derecho a pedir el voto por Hillary Clinton y el de residentes con tarjeta verde y sin derechos políticos a hacer lo mismo? La izquierda liberal no ve la relación entre la retórica nacionalista en la que se están metiendo con el tema ruso, y la actitud frente a quienes no tienen derechos políticos pero viven en EE. UU. Y me molesta el legado de la Guerra Fría en el discurso de los medios y ver hasta qué punto los periodistas, una vez más, están comiendo de la mano de los servicios de seguridad e informan de forma acrítica, algo que es peligroso.
P. ¿Es más fácil centrarse en Rusia que asumir lo ocurrido?
R. Para muchos, Trump sigue siendo algo inimaginable. Soy una excepción, pero la mayor parte de las personas que trato, judíos de Nueva York que trabajan en medios y gais, tienen familiares que votaron por él. Les parece increíble que saliera elegido, aunque cenen con sus electores en Acción de Gracias.
P. ¿Es el #MeToo otro efecto colateral de la victoria de Trump?
R. Sí, y no soy una fan del movimiento. Crear este sistema paralelo de justicia en los medios es bastante aterrador. No hay suficiente reflexión, solo se aceptan dos discursos: el de la revolución y el de la retribución. No se tratan las causas estructurales. De hecho, la mayor parte de lo que hemos visto en EE. UU. han sido hombres castigando a otros hombres en lo que sigue siendo una conversación entre hombres.
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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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