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Adelanto del segundo capítulo de ‘El presidente ha desaparecido’, de Bill Clinton y James Patterson

Todo lo que he hecho lo he hecho para proteger a mi país. Y volvería a hacerlo. El problema es que no puedo desvelar nada de eso.

—Sólo puedo decir que siempre he actuado pensando en la seguridad de mi país. Y seguiré haciéndolo.

Veo a Carolyn en el rincón, mirando la pantalla del móvil, escribiendo. Mantengo el contacto visual por si tengo que dejarlo todo e intervenir. ¿Algo relacionado con el general Burke, del Mando Central? ¿Con el subsecretario de Defensa? ¿Con el Equipo de Actuación ante Amenazas Inminentes? Tenemos muchos frentes abiertos ahora mismo, por la necesidad de controlar esta amenaza y defendernos de ella. Podrían tirarnos el otro zapato en cualquier momento. Pensamos que aún disponemos de otro día, o eso esperamos. Pero lo único seguro es que no hay nada seguro. Hay que estar preparado en todo momento, ahora mismo, por si...

—¿Llamar a los líderes del Estado Islámico es proteger a nuestro país?

—¿Qué? —‌digo, centrándome de nuevo en la vista—. ¿De qué está hablando? Yo jamás he llamado a los líderes del Estado Islámico. ¿Qué tiene que ver el Estado Islámico con todo esto?

Antes de completar mi respuesta, me doy cuenta de lo que he hecho. Ojalá pudiera alargar la mano, atrapar las palabras que acabo de decir y volver a metérmelas en la boca. Pero es demasiado tarde. Me ha pillado distraído.

—Ah —‌dice—, así que, si le pregunto si ha llamado a los líderes del Estado Islámico, contesta que no, rotundamente, pero cuando el presidente de la Cámara le pregunta si ha llamado a Sulimán Cindoruk, se acoge al «privilegio ejecutivo». Creo que el pueblo estadounidense sabrá ver la diferencia.

Resoplo y miro de reojo a Carolyn Brock, que se mantiene impasible, aunque detecto en sus ojos entornados un «Se lo advertí».

—Congresista Kearns, estamos tratando una cuestión de seguridad nacional, no jugando al pillapilla. Éste es un asunto serio. Cuando me haga preguntas serias, contestaré encantado.

—Un compatriota murió en ese conflicto de Argelia, señor presidente. Un agente de la CIA llamado Nathan Cromartie falleció cuando intentaba impedir que la milicia antirrusa matase a Sulimán Cindoruk. Creo que para el pueblo estadounidense eso es algo serio.

—Nathan Cromartie se comportó como un héroe —‌digo—. Lamentamos su pérdida. Lamento su pérdida.

—¿Ha oído lo que ha dicho su madre al respecto? —‌pregunta.

Lo he oído. Todos lo hemos hecho. Tras lo ocurrido en Argelia, no desvelamos nada. No podíamos. Pero la milicia publicó en internet un vídeo del estadounidense fallecido y Clara Cromartie no tardó en identificar en él a su hijo, Nathan. Además, desveló que era agente de la CIA. Un error descomunal que nos ha salpicado a todos. Los medios acudieron de inmediato a ella y, en cuestión de horas, exigía saber por qué su hijo había tenido que morir por proteger a un terrorista responsable de la muerte de cientos de inocentes, entre ellos muchos estadounidenses. Presa del dolor y de la pena, prácticamente escribió el guion de la vista oral del comité de investigación.

—¿No cree que le debe una explicación a la familia Cromartie, señor presidente?

—Nathan Cromartie se comportó como un héroe —‌repito—. Como un patriota. Y entendía como cualquiera que buena parte de lo que hacemos en pro de la seguridad nacional no puede debatirse públicamente. He hablado en privado con la señora Cromartie y lamento muchísimo lo que le ocurrió a su hijo. Me abstengo de comentar nada más. No puedo, y no voy a hacerlo.

—Bueno, a posteriori, ¿no le parece que su empeño en negociar con terroristas no ha funcionado muy bien?

—Yo no negocio con terroristas.

—Póngale el nombre que quiera —‌dice—: llamarlos, dialogar con ellos, mimarlos...

—Yo no mimo...

Parpadean las luces del techo, dos cortes rápidos. Se oyen algunas protestas y Carolyn Brock se yergue en el asiento y toma nota mental.

El congresista aprovecha la coyuntura para saltar a otra pregunta.

—No es ningún secreto, señor presidente, que antepone el diálogo a las demostraciones de fuerza, que preferiría resolver verbalmente sus diferencias con los terroristas.

—No —‌respondo con contundencia, y me noto el pulso en las sienes, porque ésa es la clase de simplificación que resume todos los errores de nuestra política—. Lo que he dicho en repetidas ocasiones es que siempre hay un modo pacífico de resolver un conflicto y que ese modo pacífico es preferible. Entablar un diálogo no es rendirse. ¿Hemos venido a hablar de política exterior, congresista? No querría interrumpir esta caza de brujas con un debate sesudo.

Echo un vistazo al rincón de la sala y veo a Carolyn Brock hacer una mueca, algo inusual en su semblante impasible.

—Lo que para usted es entablar un diálogo con el enemigo, señor presidente, para otros es mimarlo.

—Yo no «mimo» a nuestros enemigos —‌replico—. Ni renuncio al empleo de la fuerza en el trato con ellos. La fuerza siempre es una opción, pero no voy a usarla salvo que lo considere necesario. A lo mejor a un niñato pijo y consentido que se ha pasado la vida vaciando barriles de cerveza, organizando novatadas en una hermandad universitaria secreta y llamando a todo el mundo por la inicial de su nombre le cuesta entenderlo, pero yo me he enfrentado al enemigo cara a cara en un campo de batalla. Me lo pensaré dos veces antes de enviar a nuestros hijos e hijas a la guerra, porque yo fui uno de esos hijos y conozco sus peligros.

Jenny se inclina hacia delante, a la expectativa, deseando, como siempre, que me explaye con los pormenores de mis años de servicio. «Hábleles de sus misiones. Hábleles de cuando fue prisionero de guerra. Hábleles de las heridas, de la tortura.» Fue una lucha interminable durante la campaña presidencial, uno de los elementos de mi candidatura que dio mejores resultados. Si hubiera sido por mis asesores, no habría hablado de nada más. Pero no cedí. Hay cosas que es mejor callar.

—¿Ha terminado, señor pres...?

—No, no he terminado. Ya expliqué todo esto en su momento a los líderes de la Cámara, a su presidente y a otros. Les dije que no podía celebrar esta vista. Podían haber dicho: «De acuerdo, señor presidente, nosotros también somos patriotas y respetamos lo que está haciendo, aunque no pueda contárnoslo todo». Pero no fue así, ¿verdad? No podían dejar pasar la ocasión de ponerme en tela de juicio y anotarse unos tantos. Así que permítame que diga en público lo que les he contado en privado. No voy a responder a preguntas concretas sobre las conversaciones que he mantenido o las medidas que he tomado, porque son peligrosas. Constituyen una amenaza para la seguridad nacional. Si tengo que perder mi cargo por proteger a esta nación, lo haré. Pero no se equivoquen: jamás he tomado una sola medida ni pronunciado una sola palabra sin tener presente por encima de todo la seguridad y la protección de Estados Unidos. Y nunca lo haré.

A mi interpelante no lo desalientan en absoluto los

insultos que le he dedicado. Sin duda lo envalentona que sus preguntas hayan logrado irritarme. Vuelve a consultar sus apuntes, su relación de preguntas y subpreguntas mientras yo procuro sosegarme.

—¿Cuál es la decisión más difícil que ha tomado esta semana, señor Kearns? ¿Qué pajarita ponerse para la vista? ¿De qué lado peinarse los cuatro pelos de esa ridícula cortinilla con la que no engaña a nadie?

»Yo, últimamente, paso casi todo el tiempo intentando mantener a salvo este país. Eso conlleva decisiones difíciles. A veces hay que tomarlas, aunque existan muchas incógnitas. A veces todas las opciones son una mierda y tengo que elegir la menos mierdosa de todas. Como es lógico, me pregunto si habré obrado bien y si mi decisión dará resultado. Así que lo hago lo mejor que puedo. Y me atengo a las consecuencias.

»Eso significa que también debo aceptar las críticas, aunque vengan de un politicastro oportunista que ha decidido mover ficha sin saber cómo va la partida y darle la vuelta después a esa jugada ignorando por completo el peligro en el que podría estar poniendo a nuestra nación.

»Señor Kearns, me encantaría seguir comentando con usted todas las medidas que he tomado, pero existen consideraciones de seguridad que me lo impiden. Sé que lo sabe, por supuesto, pero también sé que cuesta no atacar a un blanco tan fácil.

En el rincón, Danny Akers pide tiempo con las manos.

—Sí, ¿sabes qué? Que tienes razón, Danny. Ya es hora. Ya está. Se acabó. Hemos terminado con esto.

Me levanto tan bruscamente que tiro el micrófono de la mesa y vuelco la silla.

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