Camarón hombre, Camarón mesías
Un documental redondea la mitificación del cantaor, fallecido hace 26 años, a través de imágenes que ya se conocían y nuevo material que narra Juan Diego
A estas alturas, uno se pregunta si alrededor de José Monje Cruz, Camarón (San Fernando, Cádiz, 1950-Badalona, Barcelona, 1992) cabe algo que no sea hagiografía. Andan en juego demasiados intereses: la familia, la discográfica Universal, el archivo de TVE, hasta las esperanzas turísticas de su pueblo natal. Con tantos condicionantes, solo se puede esperar que cualquier retrato sea mínimamente creíble.
En Camarón: flamenco y revolución, que se estrena hoy, el cineasta Alexis Morante, con un respetuoso guion de Raúl Santos, hace un buen trabajo a partir de esas imágenes del cantaor, esas declaraciones, esas actuaciones que más o menos todos hemos visto. Como elemento unificador, se insertan secuencias de animación y filmaciones nuevas, a veces anonadantes (¡tantos caballos al galope!) y otras meramente estetizantes (unas tomas aéreas que recuerdan la película La isla mínima).
Y por encima navega la narración, protagonizada por un apasionado Juan Diego, aficionado cabal que comparte los secretos detrás de lo que estamos viendo. El actor nos hace cómplices del argumentario de la epopeya de Camarón: la inimaginable pobreza de sus orígenes, el racismo payo, el purgatorio de animar a los señoritos, la reticencia de figuras establecidas ante su garganta telúrica, el poder congelador del mairenismo, el carácter gitano de su arte, la rebelión que supuso La leyenda del tiempo…
Una ruptura que no llegó a ser tal. Abrumado por los problemas técnicos y logísticos de cantar arropado por un grupo eléctrico, Camarón apenas defendió ese disco en vivo. Y eso que su planteamiento de base resultaba impecable: “Soy flamenco, todo lo que cante va a ser flamenco”. Su público natural y —lo más importante— su entorno más cercano impidieron la profundización en aquel flamenco lorquiano y suntuoso.
Había sufrido un escarmiento. Dos años después, reunido con Paco de Lucía, volvió al clasicismo con el inspirado Como el agua, un disco de sonido brillante pero con aspecto humilde, con una portada tipo casete barata: “Soy el de antes”, venía a decir.
De las audacias sonoras de La leyenda del tiempo solo quedaba el bajo eléctrico. Las letras, con sus gitanos canasteros y los barquitos que cruzan con la bahía, suponían una vuelta al flamenco ensimismado, sin ambiciones contraculturales. El núcleo duro de sus seguidores solo quería sota, caballo y rey. Ni siquiera funcionaba la solidaridad gitana: recuerdo un cartel de Camarón con Pata Negra en el Palacio de los Deportes de Madrid, donde las familias calés rechazaron visiblemente la propuesta de los hermanos Amador.
Y luego estaba la otra concurrencia. A ver cómo lo explicamos sin que se ofenda nadie. El flamenco se había colado en la Universidad (el último concierto de Camarón tendría lugar en el Johnny, el madrileño colegio mayor San Juan Evangelista) pero especialmente José Monje Cruz había pegado duro entre la gente maldita: los adictos a las sustancias peligrosas, los que se ponían fuera de la ley para alimentar sus urgencias, las novias que terminaban en la prostitución. Todas estas almas perdidas idolatraban a Camarón, en cuya expresión desgarrada y feroz entendían la redención de sus propios sufrimientos.
El tabú de las drogas
El tema drogas, todavía tabú, se menciona de pasada. Alexis Morante también recuerda otro asunto espinoso, el accidente automovilístico de 1986 en que murieron dos personas, que se saldó con una condena de un año. No llegó a pisar la cárcel; hoy hubiera sido crucificado.
Los años ochenta supusieron el encumbramiento de Camarón. Eso tuvo algunas ventajas: pudo hacer discos más cuidados, que finalmente fueron éxitos de ventas. En los directos, sin embargo, todo se complicó: se presentaba en el lugar y la hora anunciados… y cancelaba. Actuaba lo mínimo exigido por contrato o cumplía con largueza. Ya no era de este mundo: parecía un profeta del Antiguo Testamento, un eccehomo castigado por la vida.
Babelia
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