Maestros de lo máximo
Hay una ambición que casi se confunde con el trastorno y que produce obras humanas que parecen medirse con los fenómenos de la naturaleza
Con uniforme de faena y despidiendo chorros de sudor Pablo Heras-Casado dirigía una orquesta colosal en lo alto de un andamio de tubos amarillos, en el escenario del Teatro Real. Heras-Casado dirigía, con movimientos enérgicos y sudores de boxeador, la ópera Die Soldaten, de Bernd Alois Zimmermann, una explosión de música y tragedia que se dilata sin apenas respiro durante más de dos horas, y yo admiraba su puro empuje físico y su capacidad para la delicadeza y el matiz en medio de aquellas sonoridades formidables, y pensaba en la extraña ambición de decirlo todo que se apodera a veces de un artista.
Si hay un arte de lo máximo, de la desmesura, del exceso, Zimmermann fue uno de sus mayores ejemplos: un héroe del querer decirlo todo, volcarlo todo, acumularlo todo, y del desafío extremo de dar un orden riguroso a tal proliferación, de lograr que el peso y la complicación de lo desmedido no acaben en derrumbe. Es un arte que rompe límites y revienta costuras; el resultado muchas veces no de un plan preconcebido sino de una inesperada reacción en cadena que sorprende a quien la ha provocado. Zimmermann tuvo que reducir su proyecto primero, todavía más ambicioso, para que su representación no fuera directamente imposible. Hay una ambición que casi se confunde con el trastorno y el delirio, porque va más allá de los límites de lo común. Nadie había imaginado nunca una orquesta y una fuerza coral como las que Beethoven reclamaba para la Novena sinfonía, ni una obra orquestal que durara tanto. La extensión de los dos primeros volúmenes, todavía hasta cierto punto controlados, de En busca del tiempo perdido era más inaceptable para los editores y los lectores porque no se correspondía con una equivalente complejidad argumental. Durante páginas y páginas casi lo único que sucede es un duermevela de alguien que se acuerda de cuando volvió destemplado a casa una tarde de invierno y mojó una magdalena en una taza de tila. Nadie había pensado antes que el relato de un solo día en la vida de un hombre vulgar al que no le pasa nada de extraordinario pudiera ocupar las 800 páginas de Ulises.
Si hay un arte de lo máximo, de la desmesura, del exceso, Zimmermann fue uno de sus mayores ejemplos: un héroe del querer decirlo todo, volcarlo todo, acumularlo todo
La desmesura literaria puede conducir al fracaso, pero no a la catástrofe y a la ruina. Como dice Don DeLillo, escribir es un oficio tan llevadero que solo precisa la inversión modestísima de un lápiz y de una hoja de papel. D. W. Griffith no se recuperó nunca del descalabro de la producción y el rodaje de Intolerancia, que exigía ejércitos de extras y decorados de una escala egipcia y babilonia. Hay un desatino, una ceguera que atrae la catástrofe, probablemente originada en la embriaguez de la sobreabundancia. También hay un sobrecogimiento en ver obras humanas que parecen aspirar a medirse con los fenómenos de la naturaleza, con lo desordenado y lo magnífico de la realidad. Y además se requiere en el artista que ha concebido esas formas extremas una energía contumaz más propia de un empresario o de un caudillo político, una seguridad en sí mismo que no siempre puede distinguirse de la megalomanía. Para completar El anillo del nibelungo y hacer que se construyera expresamente un teatro adecuado para su representación, a Wagner le hizo falta mucho más que su talento de compositor. Claude Monet diseñó y construyó el jardín entero y los estanques que se dedicó luego a pintar durante el resto de su vida: en lienzos cada vez más grandes, que ocupaban muros enteros, resistiendo el avance de la vejez, sobreponiéndose al progreso de la ceguera y hasta usando la debilidad de la vista como un ingrediente de su estética. Con su barba y su melena blancas, la mano ya insegura, los ojos opacos por las cataratas, Monet es el profeta y el ermitaño de su propia desmesura, que es también la de una vida activa que se prolonga hasta los ochenta y tantos años.
Otro maestro de las enormes amplitudes, Gustav Mahler, aseguraba en su diatriba con Sibelius que una sinfonía debe ser capaz de “abarcarlo todo”. Sibelius reclamaba la primacía de la contención y la mesura de la forma. Mahler añade nuevas oleadas a la gran inundación romántica inaugurada por Beethoven y llevada a límites diversos por Bruckner y Wagner.
Hay que decirlo todo, que decir más, que competir con el tamaño del mundo, con la complejidad de la naturaleza, con la ebullición incesante de la conciencia y de la otra profundidad submarina que se extiende por debajo de ella. En su proyecto para Die Soldaten, Zimmermann exige 12 escenarios simultáneos y un teatro hecho de butacas giratorias para que los espectadores puedan atender a todos. La orquesta es tan grande que no cabe en los fosos normales, pero ni siquiera así es suficiente: hacen falta pantallas, proyectores de cine, altavoces, motores en marcha, instrumentos amplificados, trepidaciones de puños, de botas militares, de herramientas metálicas golpeadas rítmicamente. Las voces de los cantantes se superponen igual que las acciones y los tiempos, los personajes y sus sombras. Nacido en 1918, Zimmermann tenía, cuando Hitler empezó su guerra, la edad justa de los jóvenes destinados a convertirse en carne de cañón. Crecido en un país que se había vuelto monstruoso, testigo de la monstruosidad de la guerra, católico confrontado con lo que parecía literalmente el apocalipsis, Zimmermann quiere encontrar una forma estética que se corresponda con todo lo que ha vivido, y tiene en gran medida que inventarla: no hay otra manera de contar aquello que no ha existido nunca antes. Ha de haber un componente de monstruosidad en el relato de lo monstruoso.
Es verosímil que para cubrir una gran amplitud se recurra al brochazo. Pero Zimmermann, como otros héroes de lo desmesurado, es al mismo tiempo meticuloso en el pormenor. El crudo efecto del volumen sonoro, de la estridencia, de la confusión, se equilibra con una textura delicada de matices, una sucesión nítida de instantes que el director resalta desde su altura de andamio como un pintor que añade detalles mínimos aquí y allá a un gran fresco de batallas. Hay que alzar un bosque entero y cada uno de sus árboles y que prestar la debida atención a cada hoja de cada árbol. En las 3.000 páginas de Proust no hay un solo descuido expresivo. En lo que más se parece el trabajo de los maestros de lo desmedido al de la naturaleza es en su mezcla de la escala inmensa y de la precisión celular.
Die Soldaten, de Bernd Alois Zimmermann.Dirección musical: Pablo Heras-Casado. Dirección de escena: Calixto Bieito. Teatro Real (Madrid). Hasta el 3 de junio.
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