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Balada triste de la escarcha y la dama

Despedida a María Dolores Pradera, una mujer de apariencia frágil y de una risa que iba al compás de su mirada

Juan Cruz
Los hijos de María Dolores Pradera (Helena, en el centro, y Fernando, a la izquierda con gafas), en el entierro de su madre.
Los hijos de María Dolores Pradera (Helena, en el centro, y Fernando, a la izquierda con gafas), en el entierro de su madre.Jaime Villanueva

A las once y media de la mañana empezó a caer escarcha sobre el crematorio de la Almudena, en Madrid. Un grupo de amigos de María Dolores Pradera, confundidos con los deudos de otro entierro, esperaban bajo el amparo y la intemperie a que llegara la limusina blanca con los restos de la vieja dama de la canción hispanoamericana. Hasta que llegó el vehículo y el modesto gentío hizo su camino a la morada más fugaz que tiene la muerte, en el habitáculo al que todos llegaremos con igual equipaje.

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Luego ya fue concreta la despedida, el momento final, el responso y adiós. María Dolores Pradera había sido despedida durante horas en el Tanatorio de la M30, desde que se supo de su muerte, por grandes valores, veteranos o jóvenes, de la canción; recibió los elogios de quienes la escucharon durante las últimas décadas, hasta que enflaquecieron su memoria y su voz, y gente de toda naturaleza volvió a tararear canciones suyas gracias a las cuales enamoraron o fueron enamorados. Una mujer de apariencia frágil y de una risa que iba al compás de su mirada. La cálida voz de Hispanoamérica y de Canarias, a la que no hubo que enseñar seseo porque de cualquier modo su tono era el de todos los acentos, de este lado y de aquel lado del mar.

Desde que murió el lunes, fue incesante la expresión de dolor y de valoración de su despedida, y no hubo gente principal que no acudiera al tanatorio a decirle adiós a ella y a abrazar a sus deudos, sobre todo sus hijos Helena y Fernando, ambos con el aire del primer y último marido de la cantante, Fernando Fernán-Gómez, el actor. El ministro de Cultura y otras autoridades, incluido el presidente del Gobierno, así como colegas que dicen deberle todo, expresaron en público y en privado la gratitud por sus respectivos aprendizajes. Y así, con ese calor final, la limusina hizo su viaje hasta el crematorio. La cortina roja, después de los ritos civiles de ese lugar tan definitivo, señaló el último momento físico de quien hizo de la voz la parte mayor de su cuerpo, y de su simpatía una especie de abrazo a todos los acentos, el mexicano, el peruano, el canario, que hacen distinta y fértil, rítmica, la lengua castellana.

En ese último instante, tras la escarcha, vino el calor de unos pocos. Como si la intimidad fuera un valor en sí misma, una canción callada, una balada triste por la dama que tanto cantó para que tantos fuéramos felices.

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