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Trilogía del infinito
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

¿Por qué dejamos marchar a Angélica Liddell?

La creadora teatral emociona en su regreso a los escenarios españoles tras cuatro años de exilio irremediable

Raquel Vidales
Escena de Qué haré yo con esta espada.
Escena de Qué haré yo con esta espada.Luca del Pia
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Radiografía del teatro alternativo de Madrid

Hacía tiempo que no se oía la poderosa voz de Angélica Liddell en un escenario español. En diciembre de 2014, harta de las dificultades para encontrar productores y programadores mientras en Europa se la rifaban, aseguró que no volvería a actuar en este país. “He llegado al tope de desprecio que uno puede soportar”, dijo entonces. Lo raro es que no corrieran ríos de tinta en los periódicos ante tal afirmación. ¿Qué estaba pasando en el teatro español para que una de las artistas de mayor proyección internacional en ese momento, distinguida dos años antes con el Premio Nacional de Literatura Dramática, decidiera desterrarse? No nos molestamos en indagarlo.

Ahora, al menos podemos celebrar su vuelta. La semana pasada, tras cuatro años de exilio voluntario, Liddell pisó de nuevo las tablas españolas. La convenció el giro que dieron los Teatros del Canal de Madrid cuando Álex Rigola y Natalia Álvarez Simó asumieron su dirección la temporada pasada, con una firme apuesta por la creación contemporánea, un síntoma de que quizá algo estaba cambiando en este país. Así que aceptó volver a lo grande, con nada menos que tres obras distintas en dos semanas, las que componen su Trilogía del infinito: una búsqueda de lo inefable a través de lo irracional, según su propia explicación.

En Madrid se la esperaba con ganas. Especialmente huérfano se había quedado el público de esta ciudad por su ausencia, pues fue aquí donde Liddell ­­—autora, directora e intérprete de todos sus espectáculos— estrenó sus primeros trabajos a finales de los ochenta y donde forjó su manera única de hacer teatro: sus soliloquios furiosos, su violenta poética, su provocación, su impudicia. Se la echaba de menos. Las entradas se agotaron hace meses.

La trilogía arrancó el miércoles pasado con Esta breve tragedia de la carne, una pieza breve inspirada en la poeta estadounidense Emily Dickinson, cargada de imágenes provocadoras. La primera, en la frente, para incomodar desde el principio: nada más aparecer en el escenario Liddell se desnuda de cintura para abajo y se introduce un consolador dorado en la vagina. Pero mucho más perturbadoras resultaron las imágenes que vinieron después: hombres mutilados, enanos, actores con síndrome de Down, un panal de abejas con un micrófono dentro para registrar los zumbidos y ella misma encerrada en una urna de cristal con insectos en libertad. Imposible no verse arrasado por ese universo desafiante e impredecible, aun sin entender alguna de las muchas referencias culturales y estéticas que contiene. No es necesario entender. De hecho, no se trata de entender, sino de lo contrario.

Pero no era esto lo que esperaba el público madrileño de Angélica Liddell. Porque, no nos engañemos, lo que distingue a esta artista de todas las demás en el mundo es lo que transmite ella misma cuando interpreta —o más bien vomita— sus textos en directo sobre el escenario. Cara a cara con el público, con toda su verdad, su odio y su fragilidad en juego. Ahí es donde te deja clavado en el asiento. Era eso lo que esperaban sus fieles, pero ella no abrió la boca. Apenas se oyeron unas frases grabadas, textos proyectados en la pantalla. Se notó una pequeña decepción en el patio de butacas.

Fue el sábado, con el estreno de la segunda pieza de la trilogía, Qué haré yo con esta espada, cuando por fin se cumplió el deseo de la afición. Liddell entró en trance en el segundo acto y no paró de hablar ya hasta el final: sobre el caníbal que se comió a su novia, sobre la masacre de Bataclan en París, sobre el amor, sobre el sexo, sobre la belleza, sobre la fealdad, sobre la violencia, sobre sus ganas de matar, de matarse, de matarnos. Y además, de forma improvisada al comienzo del tercer acto, cantó a capela un temazo de Chavela Vargas y otro de Las Grecas, celebró la victoria del Real Madrid en la Champions (de la que se enteró en un descanso) y dejó ver por un instante su corazoncito: “Tenía ganas de estar aquí”, confesó. El público se derretía.

La función ofreció además otros grandes momentos. Por ejemplo, el relato con pelos y señales de la noche de 1981 en que el japonés Issei Sagawa asesinó y se comió a una estudiante en París, precedido de una serie de coreografías o movimientos escénicos protagonizados por ocho ninfas rubias que pasaban de la pureza a la lascivia como si de pronto un cuadro del Museo del Prado se rebelara contra su perfecta composición. Otras escenas, en cambio, se hicieron largas y repetitivas. Una pega menor en un espectáculo de cinco horas de duración que acabó con ovación triunfal y bailes en el escenario.

El domingo, en la segunda y última sesión de Qué haré yo con esta espada, de nuevo improvisando al comienzo del tercer acto, Liddell preguntó si en el patio de butacas se encontraba el editor que con tanto mimo ha publicado varias de sus últimas obras, incluida esta trilogía, Carlos Rod, de La Uña Rota. ¡No lo conocía en persona y quería agradecerle públicamente su trabajo! Otro momento emocionante.

Esta noche y mañana Liddell presentará la pieza final de la trilogía, titulada Génesis VI: 6-7, con referencias al Antiguo Testamento y el mito de Medea. Y ojo: simultáneamente, en una sala contigua de los Teatros del Canal, estrenará su última obra Rodrigo García, el otro gran nombre de la escena española que más proyección ha logrado en el extranjero (acaba de terminar su mandato como director del Centro Dramático Nacional de Montpellier), alma paralela de Angélica. Ambos se curtieron en la escena off madrileña, él como antecesor de ella, siempre huyendo de la complacencia. Por eso tuvieron que buscar respaldo en Europa. En todo caso, feliz coincidencia la de hoy: quizá sea verdad que algo está cambiando en este país.

Hay más síntomas: el estreno de Liddell el sábado en los Teatros del Canal coincidió con el de otra compañía de lenguaje personalísimo, El Conde de Torrefiel, que trabaja más en Europa que en España. Además, hace dos semanas pasó por las Naves Matadero de Madrid otro exiliado nacido en el off de los ochenta, Óscar Gómez Mata. Y en los próximos días actuarán de nuevo en Canal figuras clave de la creación escénica contemporánea como Juan Domínguez, La Tristura, La Veronal y Amalia Fernández.

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Sobre la firma

Raquel Vidales
Jefa de sección de Cultura de EL PAÍS. Redactora especializada en artes escénicas y crítica de teatro, empezó a trabajar en este periódico en 2007 y pasó por varias secciones del diario hasta incorporarse al área de Cultura. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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