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Eurovisión, el reto casi imposible de montar en directo 26 videoclips

Es la edición con escenografías más complicadas, según el productor del espectáculo

El violinista noruego Alexander Rybak.
El violinista noruego Alexander Rybak.

Christer Bjorjman juega en una pared con papeles amarillos, naranjas, rosas y verdes. Cada vez que mueve de posición un post-it, en su cabeza le suena su música. Desde la noche anterior, trata de poner orden a la anarquía de las 26 canciones finalistas. Nada de sorteos, nada de dejar al capricho de la fortuna el día más importante del año. Ese día, para el sueco Bjorjman, es hoy, la noche de Eurovisión. Él es el que ha decidido que Amaia y Alfred canten en segundo lugar.

El espectáculo comienza fuerte. Surge de un ataúd, el cantante ucranio Melovin. Tiene un ojo de guisante y otro como una canica, llamas de fuego se le acercan por las escaleras. Interesante.

“Tengo que garantizar lo mejor para el show, todo debe girar en función de su éxito”, explica el productor sueco. “No puede haber cinco baladas seguidas, tampoco dos escenografías rojas seguidas”. Bjorjman va haciendo su encaje de bolillos en el orden de las canciones, pero siempre surge un pero. “Hay que tener en cuentas muchos factores, los colores del escenario, el ritmo de la canción, el sexo de sus cantantes, su idioma, si son solistas o una banda...”. Después de muchas cábalas, Bjorjman ha resuelto la cuadratura del círculo: Amaia y Alfred van tras el vampiro, en segundo lugar.

Un ejército de hombres de negro ha asaltado los escenarios; cuatro personas limpian el suelo, otras dos sacan al artista, una decena retira el caos de la escenografía anterior y organiza el siguiente

El dúo español no supone ningún problema a los hombres del atrezzo, al contrario, es un descanso: unas luces y una pareja de la mano. Otra cosa es la siguiente, la eslovena Lea Sirk, con música tecno y arropada por un grupo de bailarinas y juegos de luces sincopadas.

El espectáculo es único, sobre todo para el televidente. Los eurofans de cada país -con fuerte presencia española- agitan sus banderitas en el Altice Arena de Lisboa, pero ver, lo que se dice ver, no lo ven bien. Es un espectáculo para la televisión, aunque el público puede apreciar los dos modos del espectáculo: el del escenario y el de la caja mágica del televisor a través de pantallas gigantes del auditorio. Es como un vídeo clip de Madonna realizado en directo 26 veces con artistas diferentes. Un desafío único, no hay otro igual en la televisión mundial de entretenimiento. No es extraño que Bjorjman empiece a perder pelo. “Con el orden de las 26 melodías tengo que crear una especie de melodía in crescendo del espectáculo”.

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Se suceden luces de mil colores, fuegos artificiales, llamaradas, humo, nieve, antorchas humanas. Llega Noruega, una de las favoritas y uno de los momentos difíciles del espectáculo. Alexander Rybak simula que toca instrumentos a la vez que se imprimen en pantalla el dibujo de los bombos o de un violín, o hay sincronización o resultará una chapuza. Sale perfecto. La interactividad entre vídeos, gráficos y cantantes ha venido a complicar aún más tan arriesgados directos. “Es la edición con propuestas más complicadas de todas las que he vivido”, confiesa Bjorjman.

Acaba uno y viene el siguiente. Entremedias es el público quien goza del espectáculo. En los 45 segundos que dura el vídeo de presentación de la próxima canción, un ejército de hombres de negro ha asaltado los escenarios; cuatro personas limpian el suelo, otras dos sacan al artista, una decena retira el caos de la escenografía anterior y organiza el siguiente, tocan escaleras; finalmente otro hombre traerá a los siguientes artistas y los colocará en el lugar exacto del plató. Cuando vuelve la cámara al escenario, el televidente solo ve paz y orden; el público del Arena, que ha vivido el trajín, respira tranquilo.

La soprano Elina Nechayeva ha sido subida en una especie de columna, tapada con un vestido que ocupa medio escenario. Sobre él se van proyectando imágenes que solo el telespectador puede apreciar gracias a una cámara cenital. El vestido ha traído cola, porque nadie en Estonia quería pagar los 65.000 euros que costaban los proyectores.

Los eurofans aplauden a todos por igual, no les amarga lo más mínimo el triunfo de un país o de otro. Van allí donde se celebre Eurovisión. Aquí hay un grupo de australianos con su canguro inflable, israelís sin kipá, mucho finlandés, y españoles, claro, de Medina del Campo, de Tarifa, de Barcelona. Llevan días de farra, es su cita anual. No entienden ni papa lo que se dicen entre ellos pero coinciden en proclamar su mantra: “Eurovisión es una forma de vida”. Para Bjorjman, también.

El mago

Christer Bjorjman (1957, Suecia) ha sido cocinero antes que fraile. En 1992 cantó en Eurovisión en representación de su país -el peor resultado desde 1977-, pero el éxito que no logró con sus discos lo ha conseguido produciendo espectáculos.

Bjorjman es el mago detrás de las bambalinas del festival, el productor que dirige y decide cada detalle de Eurovisión. Bjorjman no solo le ha dado un nuevo aire a Eurovisión, también ha revitalizado el Melodifestivalen, el concurso sueco para elegir el representante en Europa. Año tras año, ese festival moviliza a todo el país; sus cuatro semifinales se celebran en cuatro ciudades diferentes y los ganadores se convierten inmediatamente en superventas. El próximo objetivo de Bjorjman es que Suecia alcance a Irlanda en número de victorias. Hoy no va a ser.

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