Disparando contra los zulúes en el museo
La reforma del National Army Museum de Londres permite vivir curiosas experiencias
Aferré el fusil y comencé a disparar: iba a vender cara mi piel. Los zulúes avanzaban como una marea negra esgrimiendo sus afiladas azagayas y lanzando su pavoroso grito de guerra, “¡Usuthu!”. Echando atrás y adelante cada vez el cerrojo para recargar, conseguí disparar las 10 balas de que disponía en 25 segundos. Otra cosa es que le haya dado a alguien. En realidad lo que manejaba era un Lee-Enfield, mientras que los soldados británicos que se enfrentaron a los zulúes en Isandlwana y Rorke’s Drift utilizaban los más antiguos Martini-Henry. Pero era lo que tenía a mano. Acabadas las municiones levanté la cabeza de la culata esperando ser brutalmente alanceado en las tripas en cualquier momento. Gracias a Dios, los zulúes seguían inmóviles en el cuadro de Fripp que reproduce la postrera resistencia del 24º de infantería en Isandlwana.
Probar tu rapidez de disparo con un Lee-Enfield es una de las actividades (otras son subirse a un carro de combate Churchill MK VIII, hacer instrucción con un correoso sargento virtual o disfrazarse de guardia del palacio de Buckingham) que propone el National Army Museum de Chelsea, en Londres, el segundo museo militar de la ciudad después del Imperial War Museum. Los dos centros han sido objeto en los últimos años de una profunda reforma que los ha hecho mucho más modernos e interactivos, aunque algo se ha perdido en ambos casos. Más en el primero, del que nos han escamoteado en aras de ofrecer un discurso más esencial un buen número de los tanques y aviones, entre ellos el bonito caza Focke-Wulf 190 que pendía del techo, algo que me tomo como una afrenta personal.
El historiador militar James Holland y yo somos de los que pensamos que las cosas se han hecho mejor en el National que en el Imperial. Aunque es verdad que si recuerdas el antiguo National (que era como mi segunda casa) el nuevo museo es otra cosa, inmensamente más grande pero menos romántica. La exposición permanente se basa en un recorrido por la experiencia de ser soldado (británico) a través de los tiempos ilustrada con historias personales y numerosos objetos. Durante la visita puedes observar cosas tan curiosas como los varios dedos de las manos y los pies que perdió el mayor Michael Bronco Lane, miembro del SAS, en la expedición militar que coronó el Everest en 1976; un instrumento para tatuar desertores, un trozo de la vía férrea del ferrocarril de la muerte (el de El puente sobre el río Kwai) o, junto a la cómoda de Lord Raglan en Crimea, el culo de un militar orinando en una base de Afganistán. Es comprensible que haya gente que prefiera la Tate.
Pero también siguen exhibiéndose, desconcertantemente recontextualizadas, las viejas reliquias del museo: el gato disecado de Sebastopol, la casaca ensangrentada que llevaba Campbell en el motín de los cipayos, el águila arrebatada al 105 º regimiento francés en Waterloo o la inolvidable nota escrita por el teniente Joseph Fenwick con su propia sangre en la misma batalla: “I’m shot thro the body, for God’s sake send me a surgeon, english if posible” (los errores, comprensibles si te han pegado un tiro, son suyos no míos). Hay que felicitarse de que se exhiban también la ropa y la daga de Lawrence de Arabia, el uniforme de lancero de Bengala y la estatua del masacrado teniente de los Guías Walter Hamilton (VC).
En lo negativo, la experiencia extravagantemente conceptual de lo que se siente en una batalla (parece una instalación de la fundación Tàpies), la horrorosa escultura del gran vestíbulo, La rata del desierto, hecha de trozos de vehículos; la desaparición del fusilero Sharpe y la transformación de la vieja (tronada y maravillosa) tienda de recuerdos y librería en un punto de venta estándar y con poca gracia, aunque aún puedes comprar réplicas de la Cruz Victoria para los buenos amigos....
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