Paseos antiguos por lugares perdidos
Los textos de Teodor Cerić captan con audacia la dimensión poética y existencial de los jardines y la capacidad de estos de protegernos de la destrucción general
En 1992 el joven poeta Teodor Cerić, burló el bloqueo militar de su ciudad natal, Sarajevo, y huyó, luchó contra la dificultad, y logró no hundirse. “Qué difícil es / cuando todo se hunde / no hundirse también”, dice un haikú de Julio Herranz. Durante siete años, Teodor Cerić viajó por Europa sin rumbo fijo y trabajó en los más diversos oficios (el de jardinero entre ellos), y así fue escapando de la destrucción a la que le habían abocado. Hoy sabemos, por su libro Jardines en tiempo de guerra (Elba), que le atrae irresistiblemente la sombra, porque piensa que solo en las zonas sombreadas, en los senderos apartados de la mirada del mundo, el jardín vive su verdadera vida. Y sabemos también que en 2003, a su regreso a Sarajevo, publicó Sólo la poética puede matar la poesía, una colección de poemas cargada de romanticismo rústico y muy hostil a todo lirismo, ampliamente celebrada en los países balcánicos y en Francia, pese a lo cual Cerić decidió buscar enseguida la sombra, retirarse a una casa con jardín en Croacia y ya no escribir ni publicar nunca nada más.
La pereza, dijo, le había vencido. Y siguieron años de silencio, hasta que a su casa próxima a Sarajevo escribió un día Marco Martella, fundador y director de la revista Jardins, para pedirle que le escribiera un artículo sobre la espesa y ya mítica maraña de árboles de aspecto exótico que lindaban con su casa. Como cabía esperar, Cerić se resistió en un principio, pero finalmente cedió y comenzó a enviarle, un día tras otro, una serie de breves y bellísimos textos autobiográficos –siete en total– acerca de los más singulares jardines que había visto en los tiempos de su vagabundeo europeo. Cuando Martella, fascinado por lo que estaba leyendo, le dijo que lo quería editar en forma de libro, Cerić se opuso, aunque finalmente le dio libertad para hacer lo que quisiera, lo que fue una suerte, porque los textos de Jardines en tiempo de guerra, traducidos por Ignacio Vidal-Folch y prologados por Martella, tienen la gracia de recordarnos que, si disponemos de poco tiempo y alrededor de nosotros todo avanza hacia la destrucción, lo único que podemos hacer es transformar una parcela de tierra, en un lugar acogedor y que acoja más vida.
Y son, por lo demás, textos que captan con audacia la dimensión poética y existencial de los jardines y la capacidad de estos de protegernos de la destrucción general en la que tratan de hundirnos. Además, vienen a ser como paseos antiguos por lugares perdidos, paseos prodigiosos que, por fortuna no traen aparejadas las consabidas y tan imitadas ilustraciones fotográficas a lo Sebald, sino unos dibujos (de Mercedes Echevarría). Son, en fin, textos pensados para que nos refugiemos de todo lo que está cayendo y viajemos del parque de Painshill y del jardín griego de un ninfolepto hasta el paraíso-cementerio del cineasta Derek Jarman, pasando por el sórdido Edén que Beckett construyó en la tierra baldía de Ussy. Un recorrido extraordinario por las últimas sombras y refugios de Europa.
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