El Soho, trampa para incautos
Una serie de discos evocan la música que sonaba en la “zona roja” londinense
Supongo que la sugerencia fue mía: celebrar el paso del ecuador con un viaje a Londres. En los años 70, no era el destino habitual para tales celebraciones ni, en puridad, todos los que nos apuntamos estábamos a mitad de carrera.
En la primera noche, los más golfos nos escapamos sigilosamente del hotel. Objetivo: el Soho, entonces sinónimo de pecado y bohemia. Nuestra aspiración principal era contemplar un striptease. Elegimos un establecimiento que se anunciaba con fotos vistosas. Tras soltar unas cuantas libras por cabeza, nos llevaron por un laberinto que terminaba en otra calle, donde nuestro guía nos dejó ante un antro similar. Allí se repitió el ritual: nuevo pago, otro recorrido subterráneo y el cicerone que desaparecía frente a un tercer local.
Protestamos, con nuestro inglés de Assimil; el portero, un italiano lenguaraz, nos tranquilizó. Habíamos llegado al lugar donde se realizarían nuestras calenturientas fantasías; los anteriores desplazamientos eran obligados, aseguraba, para despistar a la policía. Eso sí: debíamos apoquinar de nuevo. Y eso hicimos, más indignados que excitados.
Ya se pueden imaginar el resto. El club era un salón infecto, donde damas maduras se desnudaban entre bostezos; otros clientes se masturbaban en los rincones más oscuros. Hasta la música (enlatada) era pútrida, o al menos así nos pareció. Regresamos desalentados al hotel y nadie quiso comentar la aventura.
Con los años, me reconcilié con el Soho. Allí encontré mi hotel londinense favorito, a tres pasos de los teatros de Shaftesbury Avenue, las librerías de Charing Cross Road, los restaurantes asiáticos y (todavía) algunas notables tiendas de discos. La zona ahora carece de riesgos: está gentrificada y los únicos sablazos son los propios de los abundantes negocios regentados por pijos. Su mayor inconveniente son los alborotos típicos de cualquier noche de fin de semana en el centro de cualquier ciudad británica.
A pesar de aquella penosa “iniciación”, he terminado compartiendo la mitificación del Soho. Toda visita posterior a Londres ha terminado allí, aunque solo fuera para cenar: tenían horarios continentales. Y se nota el peso de la historia: fue una de las incubadoras del pop británico, gracias a Carnaby Street, la cercana Denmark Street (editoriales, tiendas de instrumentos) y sus afamados locales de directos –Flamingo, Marquee- de los que solo resiste el jazzístico Ronnie Scott’s.
También Bob Stanley está reeditando la música que (teóricamente) allí sonaba, antes del seísmo de los Beatles. Stanley, ya saben, miembro de St. Etienne y defensor de una idea inflexible del pop con su enciclopédico Yeah! Yeah! Yeah! (Taurus), dirige un sello llamado Croydon Municipal, donde saca recopilaciones con títulos como Soho Expresso, Soho blondes & peeping toms!, Soho Continental.
¡Naturalmente que he picado! Ofrecen un aspecto tentador: títulos pícaros, actrices recicladas en sirenas seductoras, bandas sonoras de serie B, sugerencias de ritmos exóticos. Mala compra: al escucharlos, he regresado a la infausta noche del striptease. No es la misma música, seguro, pero sí un espíritu equivalente: ritmos funcionariales, gemidos poco convincentes, imaginación mínima. La verdad, la pura verdad: hasta que irrumpieron los bichos de Liverpool, el Soho era provinciano. Dicen que allí iban pintores como Lucien Freud o Francis Bacon a tomar copas; desde luego, no acudían por la música.
Babelia
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