Canto callejero
¿O sea que si cantan en la calle tienen la obligación de ser pobres o jóvenes que andan sueltos por la vida? Me sorprendo ante la fuerza de mi prejuicio
Los vi, por primera vez, durante las últimas semanas de diciembre. Al descuido, los tomé por un pequeño grupo de católicos que cantaba villancicos para recaudar fondos que se emplearían en alguna fiesta parroquial o en el reparto de juguetes en una villa miseria. No les di importancia porque formaban parte de lo habitual a fin de año. No son muchos los grupos de cantores, pero tampoco son excepcionales.
Sin embargo, todavía sigo viéndolos al anochecer, más o menos una vez cada 10 días, en la misma calle. La presencia del grupo ya no admite la misma explicación distraída. Es una familia completa, padre, madre y tres criaturas que, según mi cálculo, tienen menos de 12 años. Todos más bien rubios y claros, vestidos con la ropa que usa una familia pequeñoburguesa, con los mismos cabellos bien cortados, lavados y brillantes.
La familia comparte territorio con un joven que toca el saxo, otro que ensaya (muy mal) con el trombón y algún guitarrista. Ninguno de estos sorprende. Se los encuentra en los pasillos o los vagones del subterráneo de Buenos Aires y de otras tantas ciudades. Responden a la tipología del adolescente tardío o el adulto joven, que ha cursado un par de años en alguna escuela de música y que quizá aparezca tocando en alguna banda (imagino: metal, heavy o, en la otra punta, fusión de cuarteto y cumbia con pop, que se escucha por todas partes, Dios nos proteja). Los músicos callejeros jóvenes militan en lo que Michel Maffesoli llamó una “tribu urbana”, y lo hizo con tanto éxito que los así descriptos no rechazarían la denominación.
Los músicos callejeros jóvenes militan en lo que Michel Maffesoli llamó una “tribu urbana”
Están en la calle con la naturalidad con que se suben al escenario de un pub de barrio. Cultivan rasgos de estilo y no plantean ningún enigma social. Abrazadas a todas las teorías del juvenil-populismo pedagógico, las escuelas secundarias han impulsado la llamada “formación por el arte”; y tocar la guitarra o la batería es hoy una vocación de capas medias tan valorada como, hace 30 años, se valoraba la abogacía o la medicina. Que sean buenos o malos músicos no es parte de la cuestión. Ni Spinetta ni Charlie García ni ninguna otra estrella del llamado rock nacional son responsables de la forma en que se los versiona en los vagones de subterráneo. A veces un joven toca en su saxo un standard de Thelonious Monk, pero lo hace muy sencillo, como si menospreciara la capacidad de su eventual público o no pudiera intentar otra cosa que seguir la melodía sin acercarse al alma del jazz, que son las variaciones. En esa misma calle, a pocos metros de los músicos jóvenes, un violinista de unos 50 años demuestra que, en algún tramo ya remoto de su vida, adquirió cierta formación técnica con un instrumento exigente. Este violinista me pone melancólica porque es inevitable atribuirle un irrealizado sueño pretérito.
Pero a la familia cantora no puedo ubicarla tan fácilmente. Erguida, inmóvil, apoyada contra la pared, con la vista fija, podría formar parte de los grupos que están paseando por allí, contentos de que haya terminado su jornada. No integra una tribu urbana, salvo que me haya tocado la suerte de asistir al nacimiento de una nueva categoría. Tampoco se parece a los pobres, aunque reciba donaciones por su canto. Es imposible confundirla con la mujer gorda que, envuelta en su manta, alberga a una niña dormida entre restos de comida y enseres destartalados, que ella ordena como su única propiedad. Es imposible confundir a esta familia con el vendedor de plantas en miniatura, retorcidas como si hubieran sido atacadas por una radiación; tampoco con el hombre que pide limosna de rodillas, tan cansado de hacerlo que solo emite algún sonido incomprensible para que los paseantes lean el cartel donde se informa de su condición de hambreado y sin techo; no tiene nada que ver con las mujeres que, meticulosamente, recogen cartón junto a sus hijos. Los pobres de Buenos Aires no se parecen en nada a esta familia de cantores.
Anoche los vi. Quizá sea la última vez y me reprocho no haberme acercado
Anoche los vi. Quizá sea la última vez y me reprocho no haberme acercado a ellos. Hablo con todo el mundo en la calle, o sea que, en este caso, mi discreción no provino de una falta de entrenamiento para conversar con desconocidos. Mi silencio tiene que ver con la excepcionalidad del grupo: no parecen indigentes. ¿O sea que si cantan en la calle tienen la obligación de ser pobres o jóvenes que andan sueltos por la vida? Me sorprendo ante la fuerza de mi prejuicio. Si estuvieran vestidos como hipsters, los inscribiría sin problemas en una cultura. Imaginaría que los adultos de esa familia descienden, a su vez, de los hippies que eran “normales” en el Buenos Aires de los años sesenta. Pero, así como van, formales y casi inescrutables, me desubican.
Hace muchos años, la literatura sentimental les daba un lugar a estas apariciones. En 1924, Álvaro Yunque, poeta y anarquista, escribió sobre un viejo flautista ambulante: “Su humillación y su música son dos monstruos gemelos”. Antes de plantearme pomposas hipótesis sociológicas, debería haber recordado esa cita.
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