El falso origen de la gripe española
Cuando se cumplen 100 años de una de las grandes pandemias, un libro indaga en el origen e impacto de una enfermedad que, pese a su nombre, no nació en España
Cuando surge una nueva amenaza que pone en peligro la vida, la primera preocupación y la más apremiante es ponerle un nombre. Una vez nombrada, se puede hablar de ella. Se pueden proponer soluciones, y adoptarlas o rechazarlas. Así pues, la asignación de un nombre es el primer paso para controlar la amenaza, aunque todo lo que transmita el nombre sea una ilusión de control. Hay una sensación de urgencia al respecto y se ha de hacer cuanto antes. El problema es que, en los primeros días de un brote, puede que quienes observan la enfermedad no tengan una visión completa y malinterpreten su naturaleza u origen. Esto genera todo tipo de problemas posteriores.
El primer nombre asignado al sida, inmunodeficiencia asociada a la homosexualidad, estigmatizaba a la comunidad homosexual. La gripe porcina, como veremos, la transmiten los humanos, no los cerdos, pero algunos países siguieron prohibiendo las importaciones de cerdo tras el brote de 2009. Por otro lado, la enfermedad puede sobrepasar su nombre. Por ejemplo, el ébola recibe su nombre del río Ébola, en África Central, pero en 2014 causó una epidemia en África Occidental. El virus del zika ha viajado aún más. Llamado así por el bosque de Uganda en el que se aisló por primera vez en 1947, en 2017 es una amenaza importante en América.
Para tratar de prevenir algunos de estos problemas, la Organización Mundial de la Salud publicó en 2015 unas directrices que estipulan que los nombres de las enfermedades no deben hacer referencia a lugares, personas, animales o alimentos concretos. (…)
Obviamente, estas directrices no existían en 1918. Además, cuando se declaró la gripe ese año, lo hizo más o menos simultáneamente en todo el mundo, afectando a poblaciones que habían aceptado la teoría de los gérmenes y a otras que no. (…) En 1918, el mundo estaba en guerra y muchos Gobiernos tenían un incentivo (digamos que mayor que de costumbre) para culpar de una enfermedad devastadora a otros países. En estas circunstancias, es probable que una enfermedad reciba multitud de nombres diferentes, y eso fue exactamente lo que ocurrió.
Cuando la gripe llegó a España en mayo, la mayoría de los españoles, como la mayor parte de la gente en general, supuso que provenía de allende sus fronteras. En su caso, estaban en lo cierto. Ya se habían registrado casos en Estados Unidos desde hacía dos meses y en Francia desde hacía semanas, como mínimo. Sin embargo, los españoles no lo sabían, ya que las naciones beligerantes habían censurado las noticias sobre la gripe para evitar minar la moral (los médicos militares franceses se referían de manera críptica a ella como la maladie onze, la enfermedad once). Todavía el 29 de junio, el inspector general de Sanidad español Martín Salazar anunció en la Real Academia de Medicina de Madrid que no tenía constancia de que existieran casos de una enfermedad similar en otros lugares de Europa. Así pues, ¿a quiénes iban a culpar los españoles?
Una canción popular responde a la pregunta. El espectáculo que triunfaba en Madrid cuando llegó la gripe era La canción del olvido, una zarzuela basada en la leyenda de Don Juan. Incluía una canción pegadiza titulada Soldados de Nápoles, por lo que cuando irrumpió la contagiosa enfermedad, los madrileños no tardaron en apodarla el “soldado de Nápoles”.
España fue neutral en la guerra y la prensa no estaba censurada. Los periódicos locales informaban debidamente de la devastación que el soldado de Nápoles iba causando a su paso y las noticias viajaron al extranjero. A principios de junio, los parisienses, que desconocían los estragos que la gripe había causado en las trincheras de Flandes y Champagne, se enteraron de que dos terceras partes de los madrileños habían enfermado en solo tres días. Sin ser conscientes de que llevaba más tiempo entre ellos que entre los españoles, y con un empujoncito de sus Gobiernos, los franceses, los británicos y los estadounidenses empezaron a llamarla la “gripe española”.
No es de sorprender que esta denominación no aparezca casi nunca en las fuentes españolas de la época. Prácticamente, las únicas veces que se encuentra es cuando los autores españoles escriben para quejarse. “Quede constancia de que, como buen español, me opongo a esta idea de la fiebre española”, protestó un médico llamado García Triviño en una revista médica hispánica. Para muchos españoles, este nombre no era más que la manifestación más reciente de la leyenda negra, la propaganda antiespañola surgida de la rivalidad entre los imperios europeos en el siglo XVI, que describía a los conquistadores como hombres aún más brutales de lo que fueron (ataron y encadenaron a los indios que subyugaron, pero probablemente no alimentaron a sus perros con niños indios como afirmaba la leyenda).
Lejos del escenario bélico, los ciudadanos seguían las normas consagradas para denominar a las epidemias y culpaban a otros. En Senegal era la gripe brasileña, y en Brasil, la gripe alemana, mientras que los daneses creían que “provenía del sur”. Los polacos la denominaron la enfermedad bolchevique. Los persas culparon a los británicos, y los japoneses, a sus luchadores: tras declararse en un torneo de sumo, la llamaron la “gripe del sumo”.
Algunos nombres reflejaban una relación histórica de la población con la gripe. Por ejemplo, según la percepción de los colonos británicos de Rodesia del Sur (Zimbabue), la gripe era una enfermedad relativamente trivial, por lo que las autoridades denominaron a la nueva dolencia influenza, añadiendo el término latino vera, que significa “verdadera”, en un intento de desterrar cualquier duda de que fuera la misma enfermedad. Los médicos alemanes, siguiendo la misma lógica, pero optando por una solución diferente, se dieron cuenta de que la población necesitaría mentalizarse de que este nuevo horror era la enfermedad de la gripe “de moda”, la favorita de los hipocondriacos, por lo que la llamaron “pseudogripe”.
Sin embargo, en algunas partes del mundo que habían sido testigos del poder destructivo de las “enfermedades del hombre blanco”, los nombres no solían revelar nada acerca de la identidad de la enfermedad. “Man big daddy”, “gran época mortal” e infinidad de palabras que significaban “desastre” eran expresiones que ya se habían aplicado a epidemias anteriores. No distinguían entre la viruela, el sarampión o la gripe, ni a veces siquiera entre las hambrunas y las guerras.
Algunas personas se reservaron su opinión. En Freetown, un periódico propuso llamar a la enfermedad manhu hasta que se supiera más sobre ella. Manhu, una palabra hebrea que significa “¿qué es esto?”, es lo que los israelíes se preguntaron cuando vieron caer una sustancia extraña del cielo mientras cruzaban el mar Rojo (de manhu viene maná, pan del cielo).
Otros le pusieron nombres conmemorativos. Los habitantes de Cape Coast, en Ghana, la llamaron mowure Kodwo por el señor Kodwo, de la aldea de Mouri, que fue la primera víctima que murió en esa zona. En África, la enfermedad quedó fijada a perpetuidad en los nombres de los grupos de edad nacidos en esa época. Por ejemplo, entre los igbo de Nigeria se conocía a los nacidos entre 1919 y 1921 como ogbo ifelunza, el grupo de edad de la gripe. Ese otoño se incorporó por primera vez el término ifelunza, una evidente deformación de influenza, al léxico igbo. (...)
Cuando fue pasando el tiempo y se fue comprobando que no se trataba de muchas epidemias locales, sino de una pandemia mundial, surgió la necesidad de acordar un único nombre. El nombre adoptado fue el que ya estaban usando las naciones más poderosas del planeta, los vencedores de la Gran Guerra. La pandemia pasaría a conocerse como la gripe española (ispanka, espanhola, la grippe espagnole, die Spanische Grippe) y un error histórico quedó esculpido en piedra.
Laura Spinney es escritora y periodista especializada en ciencia. Este fragmento pertenece a ‘El jinete pálido. 1918: la epidemia que cambió el mundo’ (Crítica), que se publica el 6 de febrero.
Traducción de Yolanda Fontal.
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