El regocijo
Javier Alfaya navegaba en un mar propio la última vez que lo vi
Javier Alfaya navegaba en un mar propio la última vez que lo vi; él hablaba de música y de amigos, que era ya entonces su modo de hallarse en la vida: el recuerdo borroso, la sonrisa con la que le doblaba el brazo al olvido. Sus gafas cuadradas, esa voz como masticada, el aire generoso de un hombre incapaz de quejarse de sí mismo, preocupado por el mundo como si el mundo fuera un herido de guerra. Unas cuantas palabras, y eran la expresión, otra vez, del Alfaya que iba por Alfaguara a ver cómo iban las cosas. Y a quejarse en nombre de otros. De sí mismo hablaba sólo para recordar que existía, pero no pasaba ese límite. Tenía el ego gobernado por la simpatía; nunca lo vi mezquino. Daba gusto estar con él porque no te obligaba a estar de acuerdo. Ese fogonazo, ese momento final, viene ahora como un mensaje sobre el tiempo. Ese tiempo de Alfaya y de los suyos, sus compañeros, sus camaradas, sus iguales, fueron los tiempos del estertor de un régimen que buscó en la destrucción del entusiasmo su propia naturaleza perversa. No lo consiguió el régimen, pero sí que impidió, trató de impedir, la alegría.
Detrás de aquel Alfaya que me vino entonces, cuando lo vi la última vez, había una enorme experiencia, un ritmo insólito, interior, que estaba en sus novelas, en su tránsito por la política, por el periodismo que le llevó de la nieve al calor de la refriega antifranquista. Caminaba por aquellos derroteros con la ironía intacta, y hasta aquel día brumoso de sus últimos tiempos lanzó alguna de sus puyas, como si en el aire él vislumbrara ocasiones anteriores en las que también hizo esas bromas.
Y de pronto me vino a la memoria un día de inmenso regocijo, en la casa de su editor, hablando con Susan Sontag como si estuvieran los dos en medio de un mundo que acababa de empezar allá por 1996. A los dos se les acabó el mundo, pero nadie le podrá quitar al buen Alfaya aquel rostro feliz de regocijo. Vivir valía la pena, pero nadie sabe cuánto dura feliz nada.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.