Lady Gaga, cuando el pop es liturgia
La cantante, sacerdotisa de su propia religión, se impuso en Barcelona con un vistoso concierto
Brillaba como una pepita de oro en manos de un minero, como todas las pepitas que el río pudiese llevar. Bajo los focos todo eran destellos, desde el sombrero hasta la punta de los zapatos. Encaramada sobre una estructura por encima del escenario, aparecida tras un enorme cronómetro que con su cuenta atrás hizo más llevaderos los 15 minutos de retraso, Lady Gaga iniciaba en el Sant Jordi de Barcelona su gira europea, suspendida por motivos de salud en septiembre. Y lo hizo a lo grande, con aparato de luces e imaginativo despliegue de medios al servicio de su figura. El espectáculo había comenzado.
Claro que los espectáculos de la diva tienen espacio reservado a la palabra, que también brilla bajo las luces, como bañadas con lentejuelas como la misma estrella. Tras la segunda canción, Ay-o, ésta se quedó congelada inmóvil. Pareció un recurso para dar más empaque a lo que iba a decir, en realidad un saludo convencional, preguntar por cuantas veces la habían visto en directo los allí presentes, agradecerles haberse gastado dinero en la entrada y llamarles "monstruitos", la palabra franca que hace comunidad con Lady Gaga. Porque ella sabe que las grandes estrellas en los tiempos de redes sociales han de tener eso que ahora se llama relato, algo que vender más allá de la música, en su caso manuales de autoayuda para superar esto de vivir. Tras la primera y leve arenga, sonó Poker Face metida en medio de tres canciones de su nuevo disco, material de choque del concierto, abierto con Diamond Heart. Luego explosión guitarrera con Perfect Illusion mientras las luces cegaban intermitentemente desde la parte posterior del escenario. Acababa el primero de los siete actos del recital.
Tras una breve proyección en la pantalla que a tal efecto descendía sobre el escenario, tralla visual para seguir. Fuego y llamas llenaron la pantalla central y las superiores, las que escondían las luces situadas sobre la pista. Sonaba John Wayne para seguir mostrando músculo con canciones nuevas, y al acabarla, ya hierática para que se pudiesen percibir las transparencias del nuevo atavío que lucía, una nueva presentación con aires de autoafirmación. Paso a los fraseos house de Scheibe para danzar con todo el cuerpo de baile sobre unas rampas de altura e inclinación regulable. Y es que el suelo del escenario podía subir y bajar, inclinándose más o menos para obtener geometrías variables. Quedaba claro que el concepto de espectáculo estaba cuidadísimo, destacando una iluminación que dejaba muchos lugares del escenario en penumbra, jugando con tonos añiles y azul oscuro para resaltar las penumbras y las proyecciones de la pantalla, encargada de hacer de bisagra entre los actos del concierto. El segundo se cerró con Alejandro.
Precisamente en este interludio se echó en falta un mayor dinamismo en la marcha del recital, pues tras Alejandro el público se enfrió en espera de la nueva aparición de la diva, a la sazón cambiándose de nuevo. Reapareció tocando, o simulándolo, no quedó claro, un sintetizador colgado como una guitarra. Lo que sí quedó claro es que las lentejuelas no habían desaparecido, en este caso dando relieve a un modelo en blanco con botas altas y pantalón corto. Parecía una Pinito del Oro postmoderna. Pinta idónea para cantar Just dance y dar rienda suelta al hedonismo. De nuevo frenazo, la diva en plan esfinge congelada y otra presentación en plan cómplice con los monstruitos, sus fans. Éstos permanecían con los ojos como platos, atentos a la cantidad de estímulos visuales que los asaltaban sin descanso. Más abiertos aún estuvieron cuando a Lady Gaga la medio desvistió uno de sus bailarines para dejar en términos aún más escuetos su ya escueto atuendo. La cosa se detuvo en descubrir los brazos. Sonó Telephone con más guitarrazos, y un nuevo acto concluyó. El concierto ya estaba mediado, la diva cambiándose de nuevo y el público queriendo llegar al cielo.
El ascensor lo ponía Lady Gaga, pero siempre se paraba en muchos pisos. Y vale, siempre era ella el centro de las imágenes, pero igual los fieles de la diva van a un concierto para verla no precisamente en pantalla. Pelillos a la mar, en Applause se descolgaron tres puentes del techo y Lady Gaga, ahora vestida como de ninja con un mono ajustado y negro de mangas floreadas, pasó del escenario principal a los tres secundarios repartidos por la pista. Todo menos su cuerpo era color, inocentes florecitas que lo decoraban todo. Fue lo más vistoso del recital junto con el encendido de móviles de la asistencia que más tarde llegó con The Edge Of Glory, dedicada a Barcelona y a su tragedia del verano.
El concierto continuó con la misma tónica, un gran despliegue audiovisual entre parones, con multitud de pantallas que sólo tenían un objetivo: ella. Y ella quiso, quiere siempre, funcionar como algo más que una cantante, más bien como una suerte de guía espiritual siempre dispuesta para quienes soliciten su amparo y comprensión. Por eso los conciertos de Lady Gaga son una liturgia, liturgia vistosa destinada a los que se sienten incomprendidos. Un relato anterior a la Biblia que cuela entre unos guitarrazos tan antiguos como las misas.
Babelia
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