Querida historia, te escribo desde la guerra
La correspondencia de soldados nutre libros que ahondan en el lado más humano de los trágicos episodios del último siglo
¿Acaso las vidas de Toyofumi Ogura y Humberto Alonso Pérez son menos historia que las del emperador Hirohito y Franco? Durante algunos siglos los historiadores marginaron las vidas minúsculas para volcarse en las capitulares del poder. Vista así, la guerra era una historia de planes, escaramuzas, estrategias, generales, glorias y derrotas. Los soldados eran una magnitud, una cifra en el campo de batalla. “La gente a la que se refiere la historia solo aparece como figuras accesorias, como un telón de fondo, como una masa oscura en el trasfondo de la escena”, escribe Hans Magnus Enzensberger.
Este camino historiográfico tuvo su daño colateral, en opinión de la historiadora francesa Sabina Loriga. Durante la Primera Guerra Mundial, la mayoría de los historiadores políticos “fueron incapaces de comprender las graves tensiones sociales que perturbaban a Alemania y Europa en general”.
Hay una historia oficial sobre el 6 de agosto de 1945, cuando Hiroshima perdió el 90% de sus edificios y el 25% de sus habitantes en media hora. La destrucción y la enfermedad seguirían creciendo mucho después del estallido de Little Boy y de la rendición del emperador Hirohito. Los estadounidenses midieron el impacto de la catástrofe que ellos mismos habían causado: 306.545 damnificados. En los informes, sin embargo, no se perciben el miedo, la incredulidad o el dolor de los vecinos de Hiroshima, protagonistas forzosos de la hecatombe. Para ello conviene leer las cartas que Toyofumi Ogura (1899-1996) escribió a su esposa Fumiyo: “Cuanto más avanzaba, más me empeñaba en seguir la enseñanza de los tres monos de ‘no ver el Mal, no escuchar el Mal y no decir el Mal’, y evitaba hablar con nadie. Después de tocar el cadáver de aquella mujer al final del puente del tranvía, río abajo desde el puente Kyobashi, decidí añadir un cuarto mono sabio que indicaba ‘no tocar el Mal”.
Ogura, profesor de historia en la Universidad de Hiroshima, escribió 13 cartas que ya nunca leería su destinataria: “Justo después de la catástrofe me sentí poseído por la sensación de tener que informar a mi esposa, víctima de la bomba, de los hechos posteriores a su muerte, aun sin saber absolutamente nada del arma nuclear ni de la enfermedad causada por las radiaciones”. Tras superar la censura de las fuerzas aliadas —Japón era un país ocupado desde su capitulación en 1945—, se publicaron en 1948.
Cartas desde el fin del mundo fue el primer relato personal sobre la bomba atómica y en pocos meses tuvo que reeditarse en seis ocasiones ante el interés que despertó. Ogura cuenta sus experiencias, sus observaciones, sus sentimientos. De su mano se recorren caminos transitados por seres corrientes heridos, noqueados, fantasmagóricos, que deambulan por una ciudad de ruinas. Una verdad íntima que comparte.
Como fuente primaria, las cartas están ligadas a la historia desde su origen —Plinio el Joven narra la destrucción de Pompeya por la erupción del Vesubio en el año 79 en una carta al historiador Tácito—, aunque sin el peso que han alcanzado en las últimas tres décadas. “Ahora son el punto de partida, y no solo un instrumento de segundo orden, para hacer un análisis histórico de la cultura popular y explorar campos de la historia social que de otra forma no podríamos”, señala Guadalupe Adámez Castro, autora de Gritos de papel, una historia sobre el exilio español trabada sobre los escritos de súplica de republicanos. Cartas que daban o restaban vida, como relataba Eulalio Ferrer, preso en un campo de internamiento en Francia: “La correspondencia es un elemento vital de nuestro presente destino, significa tanto o más que la comida. Es el lazo que nos une con el mundo, contribuyendo a acentuar o disminuir nuestras incertidumbres”.
Tras su estudio, Adámez concluyó que el exilio fue transversal tanto en origen social como geográfico, más heterogéneo que la imagen de una diáspora de intelectuales. También que las cartas alimentaban una relación de ida y vuelta: "Para el Gobierno republicano en el exilio era una forma mantener cierta esperanza en la República y de poder saldar una deuda con aquellos ciudadanos".
En una guerra, sostiene José Álvarez Junco en el prólogo de Voces desde la trinchera, “ignoramos cómo vivían los soldados aquella experiencia, qué pensaban, cuánto se creían del chaparrón retórico que les caía encima, cómo aceptaban aquellas penalidades”. En este libro, James Matthews, miembro del Centro de Estudios de la Guerra de la Universidad de Dublín, estudia cartas escritas entre 1938 y 1939 por efectivos del Ejército de Andalucía, como Manuel Cantudo: “(…) si me vieras descalzo, andando con la planta del pie, y estoy harto de decírselo al teniente, y me dice que no hay calzado”.
"La carta es un documento privado que permite contrastar el discurso del poder con el de los seres de carne y hueso que no lo tuvieron", señala Verónica Sierra Blas
La publicación de epistolarios ayuda a rastrear el sentir de los soldados de la Wehrmacht —el correo militar alemán transportó durante la guerra 3.000 millones de cartas y paquetes—, el de los resistentes condenados a muerte por los nazis en Francia o el de los prisioneros del campo de concentración de Mauthausen. “La carta es un documento privado que permite contrastar el discurso del poder con el de los seres de carne y hueso que no tuvieron poder y, por otra parte, nos permite adentrarnos en el corazón de la gente para saber cómo vivieron los acontecimientos. El auge tiene mucho que ver con el egodocumento, cuando los historiadores empiezan a usar diarios, memorias y cartas”, señala Verónica Sierra Blas, miembro del Seminario Interdisciplinar de Estudios sobre la Cultura Escrita de la Universidad de Alcalá de Henares y autora de dos libros sobre el siglo XX español edificados sobre el género epistolar.
El primero, Palabras huérfanas (Taurus, 2009), reconstruyó la historia de los 30.000 niños españoles exiliados durante la Guerra Civil en Francia, Bélgica, Inglaterra, México o Rusia a partir de sus cartas y diarios. El segundo, Cartas presas, se introduce en el interior del sistema penitenciario durante la guerra y el franquismo a través del estudio de 1.500 misivas. El remitente de una de ellas es Humberto Alonso Pérez, que escribió desde la cárcel de El Coto, de Gijón, el 14 de abril de 1938, un mes antes de ser ejecutado, a su esposa, Carmina, y a su hijo, Guillermo: “El destino me separa de vosotros, me elimina de la vida; lo afronto con entereza porque sé que vuestra vida habrá de ser modelo y ejemplaridad, cúmulo de honradez. No os paréis jamás a culpar a nadie de mi suerte”. La historia con otros nombres y apellidos.
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