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Tuitepistolarios y cibercartas

Es importante empezar a conservar y archivar la correspondencia virtual para las investigaciones literarias del futuro

Las primeras cartas que conocemos se remontan a más de cuatro mil años y proceden de la región que ahora llamamos Irak, donde fue inventada la escritura. Desde sus comienzos, el género epistolar trató los mismos temas que tratan hoy nuestros tuits y nuestros e-mails: dar cuenta de la vida privada y pública, de amistades y amores, de transacciones comerciales y políticas, de banalidades y de asuntos decisivos. También ofrecían pruebas del triunfo de la escritura sobre las limitaciones del tiempo y del espacio. “Bulattal me ha traído tu mensaje,” reza una carta escrita en Mesopotamia a principios del decimoséptimo siglo a. C. y enviada desde los montes de Zagros a un corresponsal en la aldea de Shemshara. “Tus palabras me han llenado de placer. Tuve la impresión que tú y yo nos habíamos encontrado y que nos habíamos abrazado”. La misiva del amigo ausente convirtió a su lector en un hechicero capaz de cruzar fronteras y transportarse al pasado.

También, desde sus inicios, el género epistolar fue entendido como la fuente esencial de noticias del momento, equivalente a nuestra información virtual, capaz de satisfacer nuestra ansia de saber en todo instante lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. En el siglo I, Plutarco aconsejaba poner un freno a esta curiosidad chismosa. “Deberíamos acostumbrarnos, cuando nos traen la correspondencia, a no abrir las cartas al instante, con premura, ni a cortar las cintas con los dientes, como hace tanta gente, si no logran hacerlo de inmediato con los dedos”. Plutarco, si viviese ahora, sin duda desaconsejaría responder a los e-mails al instante, y tener siempre encendido nuestro smartphone.

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Contemporáneo de la Revolución Francesa, Chateaubriand justificaba la ansiedad epistolar sólo en el caso de la correspondencia amorosa. “Al principio, las cartas son largas, ardientes, múltiples; el día no basta; escribimos a la puesta del sol; trazamos algunas palabras al claro de luna, confiando a sus rayos castos, silenciosos, discretos la tarea de cubrir con su pudor mil deseos. Nos hemos despedido al amanecer, al amanecer buscamos las primeras luces para escribir lo que creemos haber olvidado decir”.

Amoroso, comercial, político: los géneros epistolares son muchos. De todos ellos, quizás el literario sea el más curioso. Los amantes, los hombres de negocios, los científicos escriben cartas para informar de sus sentimientos, transacciones y descubrimientos sin preocuparse mayormente de un público futuro, anónimo y vasto. Los escritores, en cambio, deben intuir que aún su correspondencia más íntima, más privada, será leída por quienes no tienen mayor derecho a hacerlo. Algunos son expresamente conscientes de esta publicidad póstuma, como Cicerón o Petrarca. Pero ¿sospecharía Joyce que un día un público impúdico leería sus escabrosas confidencias amorosas a Nora, su mujer? ¿Kafka sabía que admiradores futuros analizarían con minucia sus angustias existenciales? ¿Podemos afirmar si Flaubert escribía con un ojo en su amante, Mademoiselle de Chantepie, y otro en los aún inexistentes lectores de Madame Bovary? Nabokov decía que un escritor que da a conocer sus borradores es como alguien que nos muestra los mocos en su pañuelo; seguramente hubiese dicho lo mismo de quienes aceptan dar a la imprenta sus cartas personales.

Desde sus inicios, el género epistolar fue entendido como la fuente esencial de noticias del momento, equivalente a nuestra información virtual

Sin embargo, cuestiones morales, límites éticos, no tienen mucho peso en los archivos y bibliotecas de nuestro mundo. Cuando amamos a un escritor queremos conocer todo lo que ha escrito, hasta sus grafitti en las paredes de un baño público. ¿Qué fanático de Emily Dickinson se privaría de husmear en su correspondencia secreta? ¿Qué devoto de Borges se negaría a leer su brevísimo carteo amoroso? Estos epistolarios son considerados por el público lector como promesas de revelaciones en las que un día, quizás, algunos pocos electos encontrarán la clave del misterio de una obra que juzgan trascendental.

En la era electrónica, el problema es menos por qué conservar las cartas de un escritor que cómo hacerlo. Desde que dejamos de escribir nuestras misivas a la pluma o a máquina, y las confiamos ya no al fiel cartero sino al anónimo ciberespacio, nuestros epistolarios existen en el paradójico universo de lo eternamente memorioso y de lo instantáneamente fugaz. ¿Cómo lograr entonces preservar para investigadores futuros las semillas de las obras que nos importan, y que tal vez se hallen en los e-mails privados de Javier Cercas y en los tuits públicos de Margaret Atwood? A menos que el escritor precavido las conserve electrónicamente, las instituciones que sirven de archivos a los legados literarios deben encargarse de hacerlo, y en varias bibliotecas nacionales y universitarias ya se están probando esperanzadas estrategias que proponen a los escritores filtrajes y sistemas de copia adecuados para la consulta futura de su correspondencia. Quizás así se pueda prever que en años por venir, esta tecnología, donde cada última versión de un texto es considerada única, recupere la habilidad que tenían las tecnologías del pasado de preservar, junto al texto definitivo, su oculta y fragmentaria biografía.

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