Un latido de cartas
James Matthews encontró un tesoro insospechado: en el servicio de censura del Ejército Popular de la República, miles de fragmentos de cartas escritas por soldados
Me acuerdo de las cartas que llegaban o que se escribían cuando yo era niño; cartas escritas muy despacio con letra tortuosa y palabras a veces mal separadas entre sí; con una caligrafía entre tosca y refinada, con elegancias de cursiva y a veces rabos fantasiosos, firmadas con rúbricas de gran vuelo, llenas de faltas de ortografía; cartas escritas en papel rayado, para que no se perdieran las líneas, con la mano áspera por el trabajo y poco hábil para sostener el bolígrafo; con la cabeza inclinada, la cara cerca del papel, en un gesto que daba un aire infantil a los adultos, como si se inclinaran sobre el pupitre de la escuela a la que nunca fueron, o en la que se quedaron demasiado poco tiempo, porque había obligaciones más urgentes que atender, el trabajo en el campo para los chicos, el cuidado de los hermanos pequeños y de la casa para las niñas.
Y me acuerdo de las cartas que llegaban, anunciadas por el silbato del cartero y los golpes en los otros llamadores de nuestra plaza recogida como un patio, el golpe en el llamador de nuestra casa, la prisa por abrir y responder, las manos mojadas que se secaban apresuradamente en el mandil y sostenían luego la carta, un enigma, un objeto entre cotidiano y asombroso: cartas de parientes que habían emigrado muchos años atrás, de hijos y tíos que estaban en la mili, postales de recién casados en viaje de novios, siempre de lugares célebres con un cielo muy azul, un azul de postal, la Puerta del Sol, la Sagrada Familia, la Cibeles y, al fondo, la Puerta de Alcalá.
Las cartas se leían siempre en voz alta y despacio, tanteando las palabras, probando a decirlas bien. Estaban llenas de formalidades y había pocas comas: “Espero que al recibo de la presente estéis bien nosotros bien a Dios gracias”. Algunas veces venía una foto dentro de ellas: un soldado sonriente, la cabeza pelada bajo el gorro, las piernas abiertas; unos recién casados jóvenes delante de la estatua de Velázquez, en el Museo del Prado, o rodeados de palomas, en la plaza de España de Sevilla. Las cartas eran el contacto más habitual, casi el único, entre la gente trabajadora y la escritura; las formalidades obligatorias se mezclaban con una oralidad resaltada por la lectura en voz alta. Algunos de los que las escribían y las recibían habían sido jóvenes durante la guerra. Una parte de la avidez con la que escuchaban el silbato del cartero y esperaban la llegada del correo tenía que ver con las esperas más angustiosas de entonces, cuando una carta era la prueba de que alguien seguía vivo, cuando recibirla en una trinchera o en un cuartel aliviaba el miedo, el tedio, el frío, el hambre de la guerra.
He reconocido esas voces de mi memoria infantil en un libro de James Matthews, ‘Voces desde la trinchera’
He reconocido esas voces de mi memoria infantil en un libro de James Matthews, Voces de la trinchera, un libro hecho con todo el rigor de la investigación histórica y también con algo más difícil, con una cordialidad franca y respetuosa hacia las vidas, los sentimientos, las penalidades de quienes rara vez cuentan en el relato de la historia, y más precisamente en el de la guerra civil española: no los figurones de la política ni los héroes ciertos o presuntos ni los ideólogos ni los matarifes, sino las personas comunes, los soldados rasos, los que carecen de las habilidades o de los contactos para escapar a la primera línea, los que fueron a la guerra porque los alistaron y los obligaron.
James Matthews está particularmente capacitado para una tarea así: es un joven historiador inglés que se crio en Lavapiés y posee un conocimiento profundo y creo que una gran afinidad con la vida popular de Madrid. Su primer libro, Soldados a la fuerza: Reclutamiento obligatorio en la Guerra Civil, exploraba el lado menos épico y por lo tanto menos estudiado de la guerra, y desmentía a base de datos y documentos de archivo la leyenda siniestra de las dos Españas, tan querida por luchadores valientes, pero retrospectivos, de aquella carnicería. Solo un porcentaje reducido de combatientes se alistó de manera voluntaria, en uno u otro bando. La Guerra Civil la hicieron, y la padecieron, soldados de reemplazo en su inmensa mayoría: el azar geográfico fue mucho más decisivo que las opciones y las lealtades políticas.
En el trabajo del historiador puede haber epifanías tan jubilosas como en el del novelista. Mientras seguía el rastro nada heroico de las fichas y las listas mecanografiadas de reclutas, James Matthews encontró un tesoro insospechado en el archivo militar de Ávila: los expedientes del servicio de censura del Ejército Popular de la República, en el que se guardan miles de fragmentos de cartas escritas por soldados, casi todas ellas durante el último año de la guerra, y enviadas desde el frente de Andalucía.
De lo que escriben los soldados no es del miedo a la muerte, ni del arrojo ante el enemigo, sino de cosas más triviales: el hambre, la sed
Aquí no hay sitio para la épica de los carteles de propaganda o de los discursos y los desfiles. Quien haya leído las memorias de Miguel Gila, quien tenga edad para haber escuchado de niño a los que estuvieron en los frentes, reconocerá el tono de estos jirones censurados de cartas. Hasta la guerra en sí queda casi en segundo plano: el frente de Andalucía permaneció bastante tranquilo, y el armamento, la munición y los equipos eran tan escasos que volvían improbables las grandes batallas. De lo que escriben los soldados no es del miedo a la muerte, ni del arrojo ante el enemigo, sino de cosas más triviales: el hambre que pasan, la sed en esas trincheras cavadas en páramos, la mala calidad del calzado, la falta de ropa de abrigo y hasta de piezas de uniforme y de ropa interior, la arbitrariedad de los superiores, la queja eterna del soldado raso contra los enchufados, los que se las apañan para encontrar un puesto que los aleje del frente o les dé algún mezquino privilegio. Escribe un soldado:“Estamos hartos de tanta guerra y de hacer esta vida tan extraña que estamos haciendo, pero yo digo que algún día se tiene que terminar, porque no hay nada que dure cien años”. La cruda verdad puede decirse con unas pocas palabras elementales, en una carta casi sin puntos ni comas, escrita con la urgencia de una confesión:“Así es que la guerra es para los pobres trabajadores que son los que mueren en los campos de batalla”.
Pero los soldados hacen lo que pueden por no morir, ni matar. Mi abuelo paterno, que pasó toda la guerra como soldado de infantería en el frente, me contaba que cuando no tenía más remedio que disparar, lo hacía siempre con los ojos cerrados. Para escándalo de los censores, y de los mandos, los soldados de una y otra trinchera se ponen de acuerdo para no dispararse, y aprovechan el remoloneo de la tregua para jugar al fútbol, o a las cartas, y sobre todo para lo fundamental, intercambiar tabaco y papel de fumar. En una de las dos Españas abundaba el tabaco, pero no había papel; en la otra sobraba el papel, pero faltaba el tabaco. De niño oía hablar muchas veces de esos intercambios. Al encontrarlos de nuevo en las cartas recobradas por James Matthews me parece que escucho otra vez aquellas voces, extinguidas hace tanto tiempo.
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