Medio siglo con Fidel
El documentalista Jon Alpert repasa en ‘Cuba a través de la cámara’ los últimos 45 años de la isla
Fue la primera vez que Jon Alpert conoció a Fidel Castro. Este veterano documentalista neoyorquino cargaba con su cámara, un pesadísimo modelo perteneciente al pleistoceno del vídeo portátil, dentro de un carrito de bebé. La estampa logró llamar la atención del líder cubano, con el que Alpert llegó a mantener una relación de inusual confianza y proximidad. Sería el comienzo de una larga relación con el país caribeño, que se terminó prolongando durante 45 años. El realizador siguió visitando Cuba y entrevistando a Castro en numerosas ocasiones, hasta el punto de convertirse en el único periodista estadounidense que iba en el avión que lo llevaba a Nueva York para pronunciar su mítico discurso ante la ONU en 1979.
De sus visitas a la isla quedaron más de mil horas de metraje, condensadas ahora en Cuba a través de la cámara, documental estrenado en Netflix un año después de la muerte de Castro. Alpert solía trabajar acompañado por su mujer, la operadora de cámara Keiko Tsuno, con quien fundó, allá por los setenta, un canal autogestionado en el Chinatown de Nueva York.
El director, de 69 años, no esconde su simpatía por el proyecto socialista durante su juventud. “En Estados Unidos teníamos una sanidad pública y una política de vivienda terribles. En ese horizonte estaba sucediendo algo: se materializaban cosas con las que nosotros simplemente soñábamos. Los disidentes decían que era un lugar terrible, mientras que otros lo calificaban como un paraíso terrenal. Quisimos verlo con nuestros propios ojos”, explica a EL PAÍS Alpert, un autodidacta reputado por sus coberturas desde Vietnam, Irán, China o Afganistán para distintas cadenas estadounidenses, como PBS o HBO, y dos veces finalistas al Oscar por sus documentales.
En su última película, Alpert se centra en tres familias cubanas distintas, a las que entrevistó repetidamente durante sus viajes a la isla: Caridad, una niña que terminará emigrando a Florida; Luis, un hombre parado que malvive haciendo negocios en el mercado negro; y los hermanos Borrego, campesinos que terminarán convertidos en víctimas del desabastecimiento. El documental comienza reflejando la utopía de los setenta, pero termina documentando la miseria económica que se origina en el hundimiento del bloque comunista, antes de ilustrar la reconversión de la isla en destino del turismo masivo.
La idea de Alpert fue reflejar el resultado de las políticas de Castro en la vida diaria de los más humildes. Los hechos le obligaron a cambiar de opinión. Pese a su punto de partida, el director terminó moderando su veredicto sobre la realidad cubana. “Hay una parte buena y una mala”, matiza. “En algunas áreas veo beneficios duraderos, que la revolución garantizó y sigue garantizando”. Alpert sitúa entre esos logros el sistema educativo y la sanidad pública, que considera “mejores que en algunas ciudades estadounidenses”.
Al otro lado de la balanza, el director coloca la pobreza en la que quedó la población y el déficit en materia de derechos humanos. “No sé cómo se recibirá mi película en Cuba, porque nadie ha capturado la oscuridad de los noventa como nosotros”, admite Alpert, que insiste en que se esforzó en “no maquillar” nada de lo que vio. Pese a todo, también deplora los efectos que terminó teniendo el embargo estadounidense. “Se hizo todo lo posible para perturbar lo que sucedía. Nunca sabremos si pudo haber funcionado o no”, asegura Alpert. La marcha atrás emprendida por Donald Trump en los últimos meses respecto a la apertura que propuso su predecesor, Barack Obama, también le parece desafortunada. “La antigua política del bloqueo no ha conseguido ningún objetivo, solo que sufra la gente y también su economía”, concluye el director.
Béisbol y diplomacia
Cuba a través de la cámara sorprende por las relativas facilidades que tuvo Alpert para visitar el país y filmar en sus calles. El director revela que su secreto fue jugar al béisbol con diplomáticos cubanos en Central Park. "Nos ganaron cada domingo durante dos años. Fue humillante, pero les acabé cayendo bien y me dejaron entrar", relata. Su primera visita había terminado en fracaso. Llegó en barco y con un pasaporte traducido al esperanto que no convenció a las autoridades. "Después de tres días insistiendo para que me dejaran entrar, aceptaron organizarme una visita de tres horas", recuerda. No vio más que la casa de Hemingway y el barrio habanero de Alamar, pero fue suficiente para avivar su curiosidad por la isla.
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