La maldición de la casa de Atreo
Antonio Ruz lleva a su terreno ‘Electra’ con el Ballet Nacional de España
El personaje de Electra (la que nos interesa, tercera acepción en todos los diccionarios de mitología, de Harrauer a Grimal) se ha ganado un puesto prominente en la historiografía del ballet con una primera fecha muy señalada: el 17 de abril de 1849 en el Her Majesty Theater de Londres, donde fue el estreno del ballet homónimo (el nombre completo de la obra era Electra, or the lost pleiade) con coreografía de Paul Taglioni e interpretado por Carlotta Grisi, y ese día fue la primera vez donde se usó la electricidad en un teatro para los efectos de escenario en un ballet. Quizás nos interesa más saber que la Grisi salió pitando después del debut por un brote de cólera que la pilló y que Taglioni en la escapada no paró hasta Copenhague, donde coreografió unas “seguidillas” que le dieron fama y que su íntimo amigo August Bournonville usó tres años después para cerrar su ballet La ventana (1853) y que se bailan todavía hoy.
ELECTRA
Coreografía: Antonio Ruz.
Música: Pablo Martín Caminero, Diego Losada y Moisés Sánchez; libreto: Alberto Conejero; luces: Olga García; vestuario: Rosa García Andújar; escenografía: Paco Azorín; dirección musical: Manuel Coves con la Orquesta de la Comunidad de Madrid.
Teatro de La Zarzuela de Madrid. Hasta el 23 de diciembre.
Antes del ballet, hay al menos cinco óperas en el siglo XVIII (Christian Cannabich, 1781; Jean-Baptiste Lemoyne, 1782; François-Joseph Gossec, 1783; Johann Christian Friedrich Haeffner, 1787) en claro eje franco-alemán, con Electra repartiendo desgracias, sangre y lágrimas; y una importante de 1872 que seguramente Strauss conoció, la de Albert Hermann Dietrich, que tenía la particularidad de usar solo coro masculino. Después, he encontrado hasta una docena de Electras en danza en el siglo XIX destacando la de Meyer (1898), y por fin hay en el XX más de 25 ballets basados en el mito de la Electra y sus variantes, predominando los que usan música de Richard Strauss, como hizo Christensen (1953) en San Francisco y parcialmente Helpmann (1963) en Covent Garden.
Martha Graham se inició con Electra en 1931 creando tres solos y los movimientos del coro de un montaje teatral para después concluir con su encarnación de Clitemnestra sobre la música de Halim El-Dabh (en 1958 la creó y la bailó con 65 años, también la filmó para la televisión ese mismo año); Janine Charrat en 1960 fue más lejos en el Teatro de La Moneda de Bruselas, sobre una música del compositor belga Henri Pousseur, al dar una visión retrospectiva de la historia hasta la Orestíada de Esquilo y sus ramas homéricas (Electra brilla en Las Coéforas). Yuri Fálik compuso su tragedia coreográfica Oresteia y la estrenó en el Teatro Kirov de Leningrado (hoy Mariinski) en 1968. No hay espacio aquí para el ballet de Stockhausen y Tauber o el de Bolender y Henze, ambos de 1972 en Brunswick y Hong Kong.
Ahora el Ballet Nacional de España [BNE] pone en pie esta enorme producción para competir a las claras con su propio repertorio, es decir, con el fantasma de Medea (1984) de José Granero, con música de Manolo Sanlúcar y libreto de Miguel Narros. Debe decirse que actualmente Medea, el mayor y más firme éxito identitario de la compañía titular española, no puede ser representado por el BNE, lo tiene prohibido por el que fuera poseedor de los derechos de la obra, el recientemente fallecido bailarín Julio Príncipe, y ahí está el origen de este encargo: sustituir a Medea por Electra e intentar repetir el trascendente triunfo gestionado por la entonces directora, María de Ávila, a quien debemos también piezas que hoy viven y fulgen en el repertorio activo del BNE, como Ritmos de Alberto Lorca y Danza y tronío de Mariemma.
Es muy evidente que Antonio Ruz (Córdoba, 1976) quiere llevar a su terreno a la plantilla del BNE y que su formación en danza española y ballet flamenco es epidérmica y empírica, no por ello pobre, pero carente de una ordenación escolástica que hoy se exige y es preceptiva, así el cordobés se permite un eclecticismo muy de nuestra época, una acumulación de efectos que aun demostrando alguna eficacia de primera vista, carecen de poso y línea conductiva, contando con la ayuda de Pericet en varios números de más raigambre. Su proceder tiene algo de altanero, y solamente mira atrás para mostrar una serie de referencias tomadas literalmente con los peligros que eso conlleva. Lo que vemos se va pareciendo a obras y formatos estilísticos precedentes, a veces más a la letra que otras. En principio eso no tiene por qué ser negativo, el arte coreográfico en todas sus ramas se nutre de su propia experiencia y de sus logros, la novedad se cabalga sobre descubrimientos asentados antes. Sirva de metáfora los versos finales que Conejero glosa con buen gusto: “la sangre llama a la sangre” (Macbeth dixit).
Los problemas de esta puesta en escena son variados. La indefinición temporal y la ambientación neutra lejos de ayudar, perjudican al todo teatral, lo esquematizan en negativo, lo dejan en un limbo a veces cercano a la plástica charra, otras parece un Woyzeck. El movimiento resulta forzado y hasta artificial, sobrando entre 20 y 25 minutos de metraje. En la partitura se oyen destellos, asociaciones tímbricas, que llevan de Falla a Stravinski o Nieto, y una gran mejora es la batuta firme de Coves, que sostiene con brío toda la lectura. En lo estético, están literalmente vertidos Gades (la boda gitana y las lavanderas de Fuenteovejuna), Nieva (los trajes y cromatismo de Bodas de sangre), José Antonio (las monjas de Don Juan) y varios más.
Y le sobra tiempo escénico a Electra no porque el libreto lo descuide, al contrario, sino porque el baile padece de obsolescencia programada, llega a aburrir, reitera en falso, desperdicia el hallazgo de algunas bellas figuras y evoluciones. La peligrosa cercanía de grandes obras coreográficas de la danza española y del ballet flamenco parece hablar de un entusiasmo sin distanciamiento. Tal vez el reto era mayúsculo. Todos los bailarines mostraron cohesión, limpieza, calidad ejecutoria y una esforzada entrega para sacar adelante el nuevo producto; hacen lo que pueden. En este caso hay un brillo evidente y sanguíneo que distingue en la Clitemnestra de Esther Jurado.
Babelia
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