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El día en el que el ‘soul’ se estrelló en un avión

Hace 50 años, se mató Otis Redding. Justo cuando planeaba un giro profesional que partiría del ‘(Sittin' on) the Dock of the Bay’, el tema que le daría un número 1 póstumo

Diego A. Manrique
Otis Redding posa en 1965.
Otis Redding posa en 1965.Michael Ochs Archives (EL PAÍS)

El 10 de diciembre de 1967, el bimotor Beechcraft H18 de Otis Redding se estrelló en el lago Monona, en Wisconsin. Solo uno de los pasajeros sobrevivió. Las terribles fotos del rescate del cuerpo de Otis, un gigante todavía atado a su asiento, alentaron malsanas teorías conspirativas: había beneficiarios dado que todo lo que grabó para Stax se convirtió en oro. Universalmente, se sintió la frustración de verle desaparecer en la cima de sus poderes, con 26 años, interrumpiendo su proyecto de crecimiento artístico y autonomía profesional.

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El avión facilitaba los desplazamientos de un artista que dejaba su base regional (el Sur de Estados Unidos) para atender a una demanda nacional. Aparte de comprar un rancho para su familia, Redding acababa de fundar una discográfica y una editorial, para lanzar a sus protegidos y cultivar repertorio nuevo. Según algunos, se le subió el éxito a la cabeza: “Ese negro ya no cabe en sus zapatos”, decían. Pero el Beechcraft tenía sentido incluso en términos simbólicos: Otis venía de una familia proletaria. Sabía que debía aprovechar la oportunidad: los artistas de soul trabajaban en el duro circuito chitlin’, por cachés modestos; Redding confiaba en establecerse en el mercado del rock, donde el trato y el dinero eran superiores.

No busquen motivos raciales o políticos: era una sensata decisión empresarial. Otis desarrolló su carrera en Stax, discográfica de Memphis cuyos dueños (blancos) fueron desplumados impunemente por los listillos neoyorquinos (blancos) de Atlantic Records. El truco consistía, debió de pensar, en esquivar a los tiburones de cualquier color.

En marzo de 1966, los artistas de Stax giraron por Europa y los Beatles enviaron sus limusinas a recoger a los visitantes sureños en el aeropuerto de Heathrow. Al mes siguiente, Otis incendió el Whisky A Go Go, el club más cool de Los Ángeles. Hubo muchos famosos entre los asistentes, incluyendo a Jim Morrison, cuyos Doors despedirían a Otis con el tema Runnin’ blue.

En 1967, Redding alcanzó una apoteosis en el Monterey Pop Festival. Venciendo sus reticencias —“¿qué es eso de actuar gratis”— arrasó ante el naciente movimiento hippy. Hasta se permitió una broma particular: “Esta es la multitud del amor, ¿verdad?”. En su Georgia natal, los conflictos no se resolvían con flores sino con negociaciones tácitas y, en último caso, a tiros.

El viaje a California le permitió parar unos días, alojado en un barco-vivienda en la bahía de San Francisco. Allí escuchó el disco Sgt. Pepper, de los Beatles; no era su música pero entendió que existían otras maneras de trabajar en el estudio. Sometido a un calendario implacable de bolos, Otis grababa deprisa y corriendo. Su tercer elepé, Otis blue, se hizo en poco más de 24 horas, con una parada para que la banda de acompañamiento actuara, como hacía cada noche, en un local de Memphis.

Carecía de pretensiones de artista. Sus elepés sumaban canciones propias, hits recientes, algún blues y —casi siempre— una composición de su idolatrado Sam Cooke. Si veía interesantes ideas ajenas, se las apropiaba: King & Queen, el chispeante álbum con Carla Thomas, ofrecía la traslación rural de los pulcros duetos de Marvin Gaye con diferentes compañeras del sello Motown.

Otis no tenía una voz tan cremosa como la de Cooke pero sabía sacarla provecho jugando con el fraseo y la dinámica. Si atacaba una balada, aumentaba paulatinamente la intensidad hasta llegar a una verdadera catarsis. En los temas rápidos, funcionaba como el equivalente de un lanzallamas. Asimilaba cualquier canción con facilidad: no había escuchado Satisfaction hasta que su mano derecha, el guitarrista Steve Cropper, le sugirió probarla. Era evidente la afinidad: los autores, Mick Jagger y Keith Richards, se resistieron inicialmente a editarla como single ya que se trataba de un ejercicio de estilo, la aproximación rollinstoniana al contundente sonido Stax.

No le valía cualquier cosa: Bob Dylan le llevó un adelanto de Just Like a Woman y Otis pilló enseguida el concepto. Sin embargo, cuando se enfrentó a la letra, se le atragantó el verso que mencionaba las anfetaminas. Como cualquier veterano de la carretera, conocía el speed pero su nombre oficial no le sonaba musical.

Otis sabía que necesitaba componer más. Solo o asociado a colegas, ya había facturado joyas como These Arms of Mine, I’ve Been Loving you Too Long o Respect (que rebotó, en forma de exigencia feminista, en la majestuosa voz de Aretha Franklin). En California le brotó una canción melancólica que luego remataría Steve Cropper, (Sittin' on) the Dock of the Bay.

En realidad, no se trataba de una ruptura tan radical: recordaba otra pieza introspectiva suya, Cigarettes and Coffee. La letra, eso sí, destapa el estado emocional de un trotamundos, cansado pero empeñado en mantener un rumbo propio. Entre olas y gaviotas, pasa revista a sus vivencias y se despide silbando, sin imaginar que se acababa su tiempo.

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