Telemann desencadenado
Il Giardino Armonico honra a este alemán hiperactivo con un programa concebido para el lucimiento de su director, el no menos inquieto Giovanni Antonini
Obras de Georg Philipp Telemann
Il Giardino Armonico.
Dirección: Giovanni Antonini.
Auditorio Nacional, 5 de diciembre.
Cuando concluya, este 2017 arrojará un saldo muy diferente para el eco que han tenido los aniversarios de Claudio Monteverdi (450 años de su nacimiento) y Georg Philipp Telemann (250 años de su muerte), como no podía ser de otra manera. El primero es una figura única de la historia de la música occidental, el gozne perfecto entre dos épocas (Renacimiento y Barroco) y uno de los más perfectos dibujantes de ese triángulo equilátero cuyos vértices están formados por notas musicales, palabras y emociones. El principal mérito del segundo, en cambio, es no haber dejado resquicio alguno sin explorar, legándonos incontables ejemplos en todas las formas, géneros y estilos en boga en el último Barroco. Telemann tuvo la dicha –y la desgracia– de convivir en el tiempo con el mayor genio de su tiempo −Johann Sebastian Bach−, de quien fue amigo, además de padrino de uno de sus hijos (Carl Philipp Emanuel), que le debe su segundo nombre. Pero la comparación con uno y otro es elocuente: Telemann los supera, como a casi cualquier otro compositor, en feracidad creativa, pero muy raras veces logra acercarse a ellos en hondura u originalidad.
Al borde casi de que concluya su efeméride, su año de gloria, Il Giardino Armonico ha honrado a este alemán hiperactivo con un programa cuasimonográfico concebido para el lucimiento de su director y fundador, el no menos inquieto y azogado Giovanni Antonini. En su anterior visita al Auditorio Nacional, hace tres años, ofrecieron uno de los conciertos más olvidables y disparatados de los últimos tiempos. Titulado La morte della ragione, fue un popurrí indigerible que incluyó casi todos los peores tics que ha traído el posmodernismo a la interpretación histórica de la música antigua. Ahora, por fortuna, el repertorio no daba pie a grandes excesos o experimentos, ni a que nadie planteara, como sí se le oyó entonces a alguien en el intermedio, una de las mejores preguntas jamás escuchadas en una sala de conciertos: “Lo que tocan, ¿es de verdad o se lo inventan?”.
Esta vez sí tocaron la música que Telemann compuso realmente, cuatro ejemplos de su productividad irrefrenable, que suele traducirse en partituras de factura técnica impecable, pero tan fáciles de digerir que raramente dejan un poso en nuestra memoria. El principal atractivo del concierto era escuchar −y por partida doble− al chalumeau, un instrumento de viento que apenas se prodiga en los escenarios y para el que Telemann compuso un buen número de obras pioneras. Su lengüeta simple conectada a la boquilla acerca su sonoridad a la del clarinete, aunque con recursos expresivos mucho más limitados. La Sonata y el Concierto que tocaron al alimón Tindaro Capuano y el propio Antonini dejaron al público embelesado con un timbre que resulta a un tiempo novedoso y vagamente familiar. En otras dos obras (una Suite-Obertura y un segundo Concierto) ejerció de solista único con la flauta dulce Antonini, que no renunció a su despliegue habitual de momos, contorsiones, contracciones, expansiones, jeribeques y zapatazos, exagerando el número de tomas de aire (que emborronaban no pocas veces la articulación) y sobredirigiendo a un pequeño grupo instrumental que no necesitaba en absoluto de tanta parafernalia de movimientos. Antonini es un virtuoso indiscutible, pero le sucede un poco como a Telemann: muchas, muchísimas notas, pero poca sustancia.
También al contrario que en 2014, esta vez no hubo fisuras entre los integrantes de Il Giardino Armonico, que formaban un grupo muy compacto de instrumentistas comandado por el extraordinario violinista Stefano Barneschi y sustentado desde el clave por el sobrio y eficaz Riccardo Doni. Cuando tocaron solos (dos movimientos de una cercenada Sonata para dos violines sin bajo continuo de Telemann y una Sonata de Johann Gottlieb Goldberg que no se sabe muy bien qué pintaba en este programa), lo hicieron incluso mejor que cuando Antonini los azuzaba con sus gestos. En conjunto, fue una velada plácida en la que el público disfrutó de lo lindo con el virtuosismo de los intérpretes, con el timbre de los chalumeaux y, por qué no, con las escasas exigencias que planteaba la escucha de todas las obras, pródigas en fórmulas trilladas que no dejaban de repetirse. Sus aplausos arrancaron una propina –también de Telemann, por supuesto–, que no hizo más que ratificar las conclusiones sacadas hasta entonces.
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