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Madrid en la Fil
Columna
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Del ‘Romanticismo’ de Longares a la luz de Campo Baeza

El libro sobre el que tanta atención reclamo narra el momento en que Madrid cambió la luz

Juan Cruz
El pabellón de Madrid en la FIL de Guadalajara.
El pabellón de Madrid en la FIL de Guadalajara.Carlos Zepeda (EFE)

En cada época, Madrid, los lectores de Madrid, los de todas partes, deben volver a la prosa de Manuel Longares, gran escritor de la ciudad. No está en la FIL, por lo que sea, porque le dan pereza los aviones, porque se le escapan las luces en cuanto anochece y no ve ni fútbol, o porque, siendo de la estirpe de Rafael Azcona o de Rafael Sánchez Ferlosio, no le ha dado la gana. Es, como esos supervivientes de la mejor memoria de Madrid, de los que prefieren no hacerlo, Bartlebys de la ciudad bulliciosa en la que cada hora parece que ha de tener, porque sí, mil afanes, 999 de los cuales no sirven para nada.

Pues Longares debería ser obligatorio en las escuelas de Madrid. Pero no sólo en las escuelas donde se da clase, sino en las escuelas cotidianas de la vida, en la que se reparten egos luminarias que no son para tanto, pero que prosperan en la cucaña sin fin que es la vida literaria, tan coronada de espinas. Él ha hecho su obra, desde La novela del corsé, por ejemplo, tratando de tú a Ramón María del Valle Inclán y reclamándole parentesco a Miguel de Cervantes, a este Romanticismo que tiene en el ritmo, y en ese humor, el reflejo de las lecturas y de las habladurías de la calle que resumen su diccionario vital para la escritura. Como el Samuel Beckett que hablaba con James Joyce un segundo de cada cuatro horas de billar, asiste a tertulias e incluso las convoca, pero es posible verle en una esquina, como uno de los personajes de su amigo Azcona, como si esperara que apareciera por milagro el silencio para dedicarse a escuchar tan solo a sus fantasmas. Entre sus fantasmas hay seres reales, como Juan Eduardo Zúñiga o Luis Mateo Díez, con quienes comparte el escenario animado de Madrid.

Pues este hombre silencioso y descuidado de los aceites de la fama literaria ha escrito una de las grandes novelas de Madrid, Romanticismo. Una novela, además, que cada cierto tiempo habría que leer para saber que, en efecto, Franco murió, que en el barrio de Salamanca (de Madrid) lo lloraron antes y después de tiempo, y que en ese momento en que se produjo el luto los pobres sintieron alivio y los ricos se quedaron a la luna de Valencia, o a la lucecita apagada del Pardo. Tiene tanto humor, pero también tanta realidad, sobre lo que supuso el gozne franquismo/Transición, esa metáfora de lo que pasaba en aquel barrio de ricos (y de pobres) que parece mentira que ese libro no se haya mantenido en la retina, tan olvidadiza, de los lectores. Produce sensación de vacío cuando se habla de Madrid y de sus libros y se insiste en ignorar esta obra maestra.

Al ver ahora en la FIL de Guadalajara, México, ese espléndido tubo negro que Alberto Campo Baeza diseñó para ser emblema de la presencia de Madrid en la gran feria he recordado otra vez Romanticismo.

Pero eso no es culpa de nadie, como dicen Dickens y Cortázar. La culpa es de Longares, que no va presumiendo por ahí de ser el escritor de nada; se va a comprar el pan, se entera de los resultados del fútbol porque se los dice el quiosquero, y se retira a las nueve de la noche como si fuera un monje benedictino. Y de madrugada se pone a escribir, para escuchar el oído absoluto de la literatura en comunión con historias que luego salen, como El oído absoluto, precisamente, de un telar en el que la exigencia y el desdén por lo grandioso dan de sí las prendas principales.

Al ver ahora en la FIL de Guadalajara, México, ese espléndido tubo negro que Alberto Campo Baeza diseñó para ser emblema de la presencia de Madrid en la gran feria he recordado otra vez Romanticismo, y me he acordado de su verdaderamente humilde autor tan anónimo en la calle como en las ocasionales antologías. El libro de Longares sobre el que tanta atención reclamo narra el momento en que Madrid cambió la luz, ojalá que para siempre. Ganarás la luz, un título de León Felipe, le da aire poético a ese túnel hacia la luz impuesto por Campo Baeza con autoridad y con belleza. Viéndolo he sentido que por un lado salía Franco, ya muerto, ya suficientemente llorado en el barrio de Salamanca, y en el otro se quedaba lo que el oído absoluto de Longares escuchó mientras lo despedían para siempre los que vivieron mucho peor con él. Longares narra la luz que vuelve. Los que ganaron la luz, efectivamente, como esperaba el viejo poeta zamorano que hizo de México su residencia y su tristeza.

Ganarás la luz. Pues lean Romanticismo y verán que es cierto lo que le advertía Carroll a Alicia: hay que saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada. O cuando se está apagando.

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