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Columna
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Matrimonio

'Olive Kitteridge' es una reflexión de la clave de bóveda que es el sentido del amor

Olive Kitteridge es un filme en formato de miniserie, dirigido por Lisa Cholodenko, que narra la historia de un matrimonio estadounidense, ubicado en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra. Basada en una novela con el mismo título de Elizabeth Strout, nos introduce en los avatares de una pareja casada con un hijo: él, un boticario, con no pocas trazas de simpático y buenazo tontaina; ella, la propia Olive, una profesora de instituto, que las tiene de inteligente y malvada gruñona, y por si fuera poco, adúltera, porque, enamorada de un colega, poeta frustrado y alcohólico, le pone los cuernos al marido sin pestañear. Vamos: en principio, un clásico matrimonio moderno, sin olvidarnos del hijo único que tienen ambos, decididamente débil y sin enterarse de nada, empezando por el curso de su propia vida.

Con este minirretrato hogareño podría colegirse que estamos ante un relato naturalista de nuestro mundo abordado desde el atribulado rasero de una clase media occidental, pero, según se avanza en la narración, nos hallamos allí ante capas más profundas de la existencia humana hasta arribar a una reflexión de la clave de bóveda que es el sentido del amor. Ya este fondeamiento en este peligroso lugar, muy poco frecuentado desde esta perspectiva, nos asusta y estremece, porque se salta el tópico de dirimirlo entre lo empalagoso increíble y lo grotesco de la cruel realidad. De hecho, el problema de Olive, la única candidata a ser buena por ser mala de suyo, es que necesita perderlo todo para hallar que lo único que ha dado sentido a su vida es haber amado a los que creía haber despreciado. ¡Qué maravillosa lección que no se puede aprender en cabeza ajena!

A estas alturas metafísicas, que son las únicas en las que me parece poder tocar lo más crudo de lo real, la humillada por el amor, Olive da el salto abismal que todos debemos dar y redimirnos como hay que hacerlo: en modo subjuntivo, el único que burla lo ineluctable de los tiempos. Fue entonces cuando me vino a la memoria mi adorado Ingmar Bergman, el cineasta que más buscó la redención a través de tropezarse mil veces con la vía del amor matrimonial. Lo hizo desde muy pronto con Una lección de amor (1954), pero, sobre todo, a través de Secretos de un matrimonio (1974) y en su conmovedora última filmación Saraband (2003), que rodó con 83 años y era un epílogo de la anterior. Pues bien, el conflicto matrimonial para el cineasta sueco era muy clásico: el varón zángano copula con entusiasmo hasta que su pareja comienza a parir rivales y deja de prestarle la atención exclusiva que requiere, lo cual le desanima y envilece, principalmente porque su frenético afán copulador le distrae de la gran aportación del amor: la humillación, sin la cual este no rinde su don luminoso. Aun así, a Bergman no se le escapa que, con todos los trompicones que se quiera, el amor se engasta con la duración y alcanza su mejor brillo con la insistencia pertinaz, no entregando su más profundo secreto solo con la pérdida. ¿Triste desvelación? No; mejor: ¡honda revelación!

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