Mariano Fortuny, al fin profeta en su tierra
El Museo del Prado abre sus salas a una exposición monográfica sobre el gran artista catalán del XIX, un pintor cuyo mérito no siempre fue reconocido en España
La clave de lo que sin duda conforma una de las tradicionales líneas de interpretación crítica de la obra de Mariano Fortuny (Reus, 1838-Roma, 1874) la da Javier Barón, comisario de la extraordinaria exposición que El Prado dedica al artista catalán. “Fortuny era un virtuoso, sí, pero el virtuosismo puede tener dos sentidos: uno positivo, de maestría. Y otro negativo, e injusto, que habla de un artista incompatible con la modernidad”.
Hay en las palabras de Barón, jefe de conservación de pintura del siglo XIX en El Prado, un claro deje reivindicativo frente a lo que parece interpretar como una consideración injusta de la obra de este artista. “Su valoración fue infinitamente mayor mientras vivió, e incluso a su muerte, que en el momento actual”, explica, “y eso hace que por ejemplo en Estados Unidos se conozca mejor al Fortuny hijo [Mariano Fortuny y Madrazo] que al padre”.
Lo que vino inmediatamente después de sus años de magisterio se llevó por delante su nombre y su obra. Digamos que, en ese sentido, los impresionistas no tuvieron piedad y el realismo y el orientalismo —ámbitos en los que Mariano Fortuny fue una estrella aunque fue mucho más— quedó tocado de muerte. “Sus cuadros de género y de motivos árabes le habían proporcionado un gran éxito y triunfó como pintor, como acuarelista y como grabador, pero el triunfo posterior del impresionismo le dejó –como a otros grandes artistas de la época- en un segundo plano, un lugar sombrío en la historia del arte, una historia que se construye a partir de ejes: realismo, impresionismo, postimpresionismo, vanguardias… y todo lo que no cuadrara ahí se quedaba fuera”, argumenta el comisario de la exposición, quien concluye: “Ya sabemos que las etiquetas son fatales para el arte”.
El caso es que la primera gran muestra que El Prado dedica a uno de los maestros españoles del XIX es también, por volumen e importancia de obras, la más importante nunca montada en España. Tan solo la que organizó en 2003 el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), poseedor de una buena colección de fortunys (ha prestado 15 para la ocasión), puede servir como antecedente de relieve. La exposición actual, cuyo origen se sitúa en un empeño personal del antiguo director de la pinacoteca, Miguel Zugaza, cuenta con el patrocinio de la Fundación Axa. Es, según Andrés Úbeda, director adjunto de Conservación del museo, “la primera visión integral que se ofrece de Mariano Fortuny”.
Queda claro que, frente a la evidencia de un superdotado de la pintura al óleo y aún más del dibujo y de artes menores como la acuarela, la aguatinta y el aguafuerte, surge otra: la que habla de un creador mucho más complejo de lo que algunas fuentes han querido hacer creer… pero que no fue profeta en su tierra. De hecho no faltaban ayer, entre los primeros visitantes a las salas de la pinacoteca, quienes se echaban las manos a la cabeza ante la decisión de los responsables del museo de designar esta exposición como el plato fuerte de su temporada.
Fortuny era un virtuoso, sí, pero el virtuosismo puede tener dos sentidos: uno positivo, de maestría. Y otro negativo, e injusto, que habla de un artista incompatible con la modernidad Javier Barón
Un conjunto de 170 obras procedentes de hasta 40 museos de todo el mundo y colecciones privadas, que podrá contemplarse desde este lunes hasta el 18 de marzo en las salas A y B del Edificio Jerónimos del Prado. Treinta de esas obras proceden de las propias colecciones del museo madrileño y 67 no habían sido expuestas nunca fuera de las paredes que tradicionalmente los albergan: Metropolitan e Hispanic Society de Nueva York, Hermitage de San Petersburgo, Museo de Orsay de París, Museo Británico de Londres, Biblioteca Nacional de España, Biblioteca Nacional de Francia, The Art Institute de Chicago, National Gallery of Art de Washington… y sobre todo Museo Fortuny de Venecia, que aporta el mayor número de obras: 30.
La exposición recorre de manera cronológica los escasos 36 años de vida y obra del pintor, que murió de malaria en su casa de Roma. Sus primeros años de formación en la Ciudad Eterna (1858-1861), pensionado por la Diputación de Barcelona, denotan ya el nacimiento de un dibujante superdotado forjado en la contemplación y asimilación de los maestros del Renacimiento y el Barroco. Con apenas 22 años, muchos artistas ya consagrados empiezan a envidiar su asombrosa técnica acuarelística.
Pero son los años de la primera estancia en Marruecos (1861-1862), a donde había viajado para pintar cuadros sobre la presencia de voluntarios catalanes en las guerras hispano-marroquíes (eran, definitivamente, otros tiempos) los que le iban a marcar para siempre. Fortuny se deja cegar por la luz del Atlas y seducir por las sombras de los fondos de estancia, edificando un arte del claroscuro de difícil parangón en el XIX. Pero sobre todo se queda literalmente colgado de los tipos árabes y de sus usos y costumbres. Marruecos ya nunca le abandonará.
Mariano Fortuny, que había ejecutado allí obras como La batalla de Wad-Ras, puede estar en Roma, en Barcelona o en Granada —otra de las salas recorre sus años granadinos entre 1870 y 1872—… pero siempre estará en Marruecos. El herrador marroquí, un óleo de 1863 procedente de una colección privada de Barcelona y nuca expuesto hasta ahora, es uno de los más bellos ejemplos de esa filiación árabe del artista.
Uno de los principales tramos expositivos presta especial atención a su dimensión como grabador, técnica aprendida directamente en la obra de creadores como Ribera, Rembrandt… y su eterna fijación, Francisco de Goya. La placa de cobre niquelado, dos estudios preparatorios y una impresión definitiva de El anacoreta, una de las cumbres de su arte, son los protagonistas de este tramo de la muestra. Sus lápices, sus carboncillos y sus clariones de niños, de viejos, de cuerpos desnudos, aturden por su genio y su aparente, solo aparente sencillez.
Fue un pintor genial que, muy probablemente, murió de éxito. ¿Qué habría sido de Mariano Fortuny si sus clientes no le hubieran quitado de las manos todos aquellos cuadros de marquesas, nobles y vicarías, todas aquellas odaliscas y todo aquel tipismo orientalista ? ¿Cuál habría sido su evolución si hubiera roto lazos con su muy exigente y muy conservador marchante Adolphe Goupil? Esa pudo ser parte de la primera muerte, la artística, de Fortuny. La otra, la física, le sorprendió en su umbría casa de Roma, demasiado joven como para aventurar más hipótesis...
Una vieja historia con El Prado
Mariano Fortuny fue, más que un visitante asiduo, casi un inquilino del Museo del Prado, donde se pasaba días enteros copiando a los grandes maestros. Algunas de esas copias, como la del Marte de Velázquez o la de La familia de Carlos IV de Goya, también forman parte del conjunto expuesto. Javier Barón señala con el dedo, ensimismado, la copia del Marte de Velázquez.
“Son copias en las que él llega a un grado de calidad que ningún otro artista de su tiempo consigue, y que explican muchos de los elementos que acabará integrando en sus propias obras”, explica el comisario, que recuerda: “¡Por si fuera poco, se casó con la hija del director del museo, que era Federico de Madrazo, y claro…”.
Barón cita a Goya, Velázquez, El Greco, los pintores flamencos, los venecianos, los orientalistas franceses, los napolitanos y el arte japonés” dentro de la amalgama de influencias recibidas y asimiladas por Fortuny.