Dónde está ahora Martín Hache
Tenía nuestra edad, y tampoco estudiaba ni trabajaba, ¿cómo no identificarse con él?
Hache (Juan Diego Botto) se recupera de una sobredosis que sus padres creen intento de suicidio. Vive en Buenos Aires con su madre. Al volver del hospital, la mujer, interpretada por Ana María Picchio, le dice a su exmarido recién llegado de Madrid, Martín (Federico Luppi), que Hache sobra en su vida, a la que ha llegado una recién nacida: Hache no tiene ni habitación en casa. “Y nadie”, dice sobre su propio chico, “va a arrebatarme todo lo que tengo”. El padre de Hache responde que se ha acostumbrado a la soledad y tiene un carácter difícil: es imposible que Hache viva con él.
-Y qué hacemos -dice la madre-, ¿le damos una 45 para que la próxima vez no falle?
Veinte años ya de la película de Aristarain. Se le puso cartel de generacional: puede ser. Yo entonces tenía 19 años y no estudiaba ni trabajaba; ni siquiera compraba lotería. ¿Qué había pasado? No tengo ni idea. Era el momento en que se estaba decidiendo nuestro futuro, así lo repetían nuestros padres y profesores, y pensé que eso era lo que me faltaba: hasta aquí habíamos llegado. Desaparecí de la facultad y no volví más. Oficialmente no valía para nada y me sentía bien así: era mi verdadera vocación. Pasé dos años tirado en mi cuarto sin hacer nada, durmiendo a deshoras y visitando la biblioteca municipal para leer a Fernanda Pivano. Mi trabajo era ir a buscar a mi novia al instituto y acompañarla a su portal; era el mejor trabajo del mundo, no le pedía nada más a la vida, y prueba de ello es que fui en varias ocasiones empleado del mes.
Un amigo que estaba como yo, sin ganas de nada y asomándose al mismo abismo, el de perder todos los trenes, me invitó a ver Martín (Hache); en casa nunca tuvimos vídeo: para mí ver una película que no estaba en la Teleindiscreta era algo tan delictivo que bajaba un poco las persianas. Así fue cómo los dos nos quedamos absortos en la pantalla. ¿Cómo no íbamos a identificarnos con aquel desgraciado? Esa semana quedamos para verla otra vez. La vimos varias veces más a lo largo del año hasta acabar cantándonos los diálogos en las fiestas de La Madrila del sábado tarde; cuando no había internet se hacían estas cosas: las mismas gilipolleces, pero sin wifi.
Hache tenía nuestra edad, y tampoco estudiaba ni trabajaba. No le interesan muchas cosas salvo su ex, tocar la guitarra eléctrica y drogarse. La ex de Hache tiene otro novio y le dice a Hache en las primeras escenas que le quiere pero no piensa “cagarse la vida” con él. La chica no vuelve a aparecer en la película, pero la frase cruza el metraje dos horas y media hasta desembocar en una piscina en la que flota Alicia (Cecilia Roth). Ella, inteligente y libre, deja de nadar cuando comprende que cagó su vida entera por un hombre, Martín, padre de Hache, que se comunica con frialdad, desprecio o impotencia, implacable en el juicio porque debe pensar que la sinceridad absoluta es un valor en sí misma. Uno de esos hombres cultos tan comunes en la intelligentsia que creen que su integridad moral es un salvoconducto para comportarse de cualquier forma con quien sea. En 1997 me despertaba curiosidad ese tipo de gente; en 2017 ya sé que nadie va a cambiar el mundo aplastando su jardín. Con una filosofía particularmente obscena: la del que intenta no involucrarse en el amor para no sufrir después. También con su hijo: “Si se muere, te morís con él”, se lamenta. Pues claro, chico, qué quieres hacer, ¿un botellón?
Qué podía esperar Alicia de semejante paisaje. “Tu viejo dice que después de los 50 los amigos importan menos, las mujeres son bienvenidas y se van pronto, y que se disfruta de la soledad más que de cualquier otra cosa. Estuvo todo claro desde el principio. No hubo trampas. Hubo una imbécil que bajó la guardia y se enamoró. Ahí se me fue todo a la mierda: la libertad, la independencia, la edad, todo. La chica perdió la cabeza por el muchacho, pero él no”.
El personaje de Roth es el que mejor ha envejecido. Suyas son las dos mejores escenas. La primera ocurre tras ser humillada en la mesa por Martín, al que termina preguntando si la respeta. Él responde que tiene que ir al baño y se sujeta en el pasamanos de la escalera para no caerse; ella va hacia a él diciendo: “Ay, que se me mata”, y lo mete dentro de casa diciéndole, para que no piense que lo está ayudando a propósito, que tiene que ir al baño ella también.
Horas después, Alicia pasea por la playa con Hache. Antes Dante (Eusebio Poncela) había llamado al chico para advertirle: “Recuerda: ninguna mujer tiene dueño”. Ya ha amanecido. En la playa Hache y la novia de su padre se besan, se tocan, se abrazan, pero ella lo interrumpe. “No puedo hacerle esto a tu papá”, llora. “Yo no quería esto, yo quería ser tu mamá”.
Hache asiste al espectáculo de su familia entre la piedad y el delirio. Lo más digno que puede hacer es comprar heroína en unos futbolines. Probablemente sea el más maduro de todos, o al menos el que tiene las cosas más claras: no tiene ni puta idea de qué va la vida, y cada vez que corre a saberlo vuelve peor de lo que fue. Su padre le da un folio con varias razones para no matarse y echa a correr para no estar presente mientras lo lee. Hache se despide de él con los problemas de comunicación heredados: grabando un vídeo. Me pregunto dónde estará ahora, qué estarán haciendo los que antes de llegar a los 20 bajaron los brazos y sólo volvieron a levantarlos para picarse o para llamar al mismo taxi en el que se habían subido todos con sus estudios y sus trabajos.
El suicidio de Alicia se sobrellevó sin grandes traumas entre ese grupito impasible: al entierro de la chica joven y brillante fueron unas diez personas. O no había dinero para extras o Martín vació la vida de su novia como un cajón de papeles viejos. Veinte años después el mensaje que deja la película es que quien amó hasta el final se destruyó, y quien no lo hizo, o no supo hacerlo, se quedó como hombre de valores por no rodar una superproducción si en ella no sale su amigo; para uno que tiene, por otro lado.
Hache se va de Madrid porque añora los horrendos tejados de Buenos Aires. Es una manera de protegerse: que las decisiones trascendentales se tomen por detalles incomprensibles para el resto de mortales. Nadie tiene por qué entenderte, nadie tiene por qué saber nada. “Tampoco me importa si me muero, mirá, me da igual estar vivo que estar muerto. Si estoy vivo, sigo”, dice en la película. Me gusta pensar que sigue.
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