Jean-Pierre Melville, uno de los nuestros
Se celebra el centenario del nacimiento del director francés, maestro del cine negro y cineasta influyente entre los creadores actuales
Hay directores que pudieron entusiasmarte en tu juventud, pero a los que te da miedo retornar en tu crepúsculo, temor a la decepción, o a constatar que ya no eres el mismo, aunque jamás hayas pretendido engañarte en tus gustos. Al final, solo te acompañarán en tu casa las películas que sigues amando, sin ninguna concesión a los experimentos ni a la polilla prestigiosa. Mi filmoteca particular, ese refugio del náufrago, está felizmente repleta de cine de cualquier época realizado en Estados Unidos, aunque entre sus autores abunde la gente europea. Y, por supuesto, también poseo cine de otras nacionalidades, obras maestras paridas en cualquier lugar del universo, pero no tantas, ya que mi heterodoxia y eclecticismo tienen límites.
Curiosamente, descubro que los directores franceses con los que nunca me asaltará el desencanto no son aquellos con sitio fijo en el panteón de los dioses, sino que pertenecen a una especie menos protegida, sin tanto lustre. Por ejemplo: entre artistas intocables como Renoir, Bresson y Truffaut, hay películas suyas que se me derrumban al revisarlas, aunque también otras joyas como Una partida de campo, Boudou salvado de las aguas, La regla del juego, El río, Un condenado a muerte se ha escapado, Pickpocket, Los cuatrocientos golpes y El niño salvaje. Max Ophüls hizo películas esplendidas y fue trágico para el cine que Vigo la palmara tan joven. Siempre me han aburrido mortalmente Godard, Resnais y Rivette. ¿Y qué cine francés me fascina a perpetuidad, me hace sentir, me identifica emocionalmente? Pues el de Jacques Becker, el de Claude Sautet, el de Jean-Pierre Melville.
Ayer hubiera cumplido cien años Jean-Pierre Melville. Su verdadero apellido era Grumbach. El que adoptó fue un acto de amor al creador del blasfemo capitán Ahab, del vegetativo y desesperado escribiente Bartleby. Cuentan que siempre fue a su aire, que solo rodó lo que le apetecía, que lo sabía todo del cine, o sea, que podía compaginar guion, producción, montaje y dirección. Incluso accedió a una inquietante aparición como actor en Al final de la escapada, firmada por Godard que, al igual que sus colegas de la nouvelle vague, admiraba la obra de Melville. También aseguran de él que era un hombre de honor y un hombre valiente que se jugó la vida militando en la Resistencia.
El cine de Melville sería inmediatamente reconocible aunque no figurara su nombre. Es puro estilo, capacidad para expresar lo máximo con lo mínimo, retratar soledades épicas o resignadas (puedes asociarlo con las pinturas de Edward Hopper en la descripción de ese estado, pero desprendiendo verdad, a diferencia de tantos impostados del cine moderno que homenajean o imitan en vano al autor de Nighthawks), fatalismo sin quejumbre, sensación permanente de nocturnidad aunque a veces sus personajes se muevan en la luz del día, sobriedad coloquial y gestual (rozando el hieratismo), amistades viriles sin aspavientos, misterio, violencia seca y rápida, poder de sugerencia, una narrativa que provoca hipnosis, desenlaces tan trágicos como consecuentes.
Vuelvo a ver en sesión triple y en la madrugada (o sea, el horario más adecuado para degustar ese cine sombrío) El silencio de un hombre, El ejército de las sombras y Círculo rojo. Melville arranca sus relatos con citas literarias o filosóficas que definen la esencia de sus personajes. Y en el inicio ya te deja tocado. Cito de memoria. Estos son: “No hay soledad más terrible que la del samurái. Salvo, tal vez, la del tigre en la selva”. “Amargos recuerdos, regresad. Vosotros sois mi juventud”. “Hay hombres, que incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día. Puede ocurrirles cualquier cosa y seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, irremediablemente se juntaran en el círculo rojo”. Las protagonizan un asesino a sueldo con implacables códigos de conducta, la grandeza de los resistentes franceses al nazismo, dos gánsteres y un expolicía que a pesar del acorralamiento que sufren deciden dar el último atraco. Cine poderosamente negro, existencial, con inimitable clima, con imágenes que perduran en la retina, grande.
Un director volcado en su obra
Jean-Pierre Grumbach nació el 20 de octubre de 1917 en París. A los cinco años le regalaron un tomavistas.
La primera película que vio fue una de gánsteres en un taberna parisiense.
Nunca estudió, así que desde joven trabajó como botones, ayudante de un tratante de diamantes... Le despedían porque se olvidaba de sus labores y se metía en las salas a ver películas. Le gusta pasear entre los gánsteres de Saint Lazare. "Soy un nostálgico del Pigalle de entreguerras".
Durante la II Guerra Mundial, estuvo en la batalla de Dunquerque, viajó a Londres donde conoció a De Gaulle y estuvo en Francia dentro de la Resistencia. Su hermano, un destacado socialista, fue asesinado en 1942 cuando huía de Francia. Sus personajes viven de aquellos recuerdos y del honor nacido en combate. Se cambió el nombre por uno de sus escritores favoritos. “Decidí ser director de cine el 10 de mayo de 1944 en Italia y hacerlo con mi propio estudio”.
Rodó solo 13 películas, y falleció a los 55 años, tras el mal recibimiento a Crónica negra (1972). Vivía por y para el cine. "Hasta cuando duermo, hago películas", decía.
Babelia
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