¿Y por qué no hay toros en Cataluña?
Se cumple un año de la sentencia del Constitucional que levantaba la prohibición de la tauromaquia
No podría concebirse experiencia más transgresora ni radical en la crisis de Cataluña que organizar una corrida de toros. Se celebran cotidianamente, es verdad, al otro lado de la frontera -no hablamos de España, todavía, sino de Francia-, pero la tauromaquia simboliza la perversión del mal en cuanto españolada oscurantista y anacronismo refractario a la sociedad de diseño.
La plaza de Barcelona no ha vuelto a abrirse desde que la abarrotó José Tomás en 2011. La de Tarragona también se abarrotó hace unas semanas, aunque más bien se ocuparon de llenarla Puigdemont y Junqueras en un mano a mano de clamor separatista. Parecían Chamaco y El Cordobés de tanto apasionamiento que engendraban ambos en los tendidos.
Técnica y jurídicamente hablando, podría celebrarse mañana o pasado una corrida de toros en Cataluña. Las prohibió el Parlament en 2010, pero se cumple ahora un año de la sentencia del Tribunal Constitucional que declaraba “incompetente” a la cámara catalana. No porque estuviera protegiéndose el símbolo “español” de la tauromaquia, sino porque se cuestionaban las atribuciones legislativas arbitrarias que habían conducido a la prohibición.
Pensamos entonces los aficionados que habíamos recuperado Cataluña como quien recupera una antigua fortaleza, no tanto desde el convencimiento como desde la ingenuidad. Imaginamos la reapertura de la Monumental en la veneración de José Tomás. Creímos que Tarragona recuperaría su antiguo fervor. Y fuimos conscientes del desengaño, sobre todo porque los toros ofrecían al discurso soberanista un poderoso argumento despectivo: el rechazo al tótem ibérico de la tauromaquia se añadía a la insumisión al Tribunal Constitucional.
Eran -y son- los toros un magnífico pretexto para escenificar o exhibir la “diferencia”. La perseverancia con que los acorraló el “president” Montilla predispuso la excepción cultural catalana, despojándola de cualquier vinculación a la idiosincrasia española. Están permitidos en Cataluña los espectáculos taurinos “propios”, festejos populares, correbous, toros de fuego, donde se maltrata a los animales bastante más de cuanto sucede en una corrida, pero prevaleció la solución de autorizarlos por el cinismo de un cálculo electoral -el voto municipal- y porque decidió subordinarse la doctrina franciscana, buenista, a la exuberante vitalidad del folclore local.
Importaba poco la tauromaquia al independentismo más allá de la eventual adhesión a la doctrina de las sociedades inodoras, incoloras e insípidas. Importaba mucho utilizarla como argumento arrojadizo. Cataluña -el Parlament- renegaba de la “fiesta nacional” en sentido iconoclasta.
Se trata de una visión tan restrictiva como eficaz. Los toros no son la fiesta nacional, sino una expresión cultural mediterránea que se ha arraigado en Francia y que ha logrado extrapolarse a las Américas -el peruano Roca Rey representa el último fenómeno trasatlántico-, pero la propaganda soberanista ha sabido degradarlos a un sanguinario atavismo celtibérico.
La decisión de prohibirlos se antoja una injerencia en las libertades, se inmiscuye en la madurez y en los hábitos de una sociedad adulta que decide o no ir a las plazas. Y que no puede hacerlo en Cataluña pese a que las leyes se lo permiten. Para refutarlas e impedir las corridas, la Generalitat exhibe su desprecio a la Constitución y los municipios, empezando por la Barcelona edulcorante de Colau, se aferran a la letra pequeña de los permisos y de los reglamentos, más o menos como si una faena de José Tomás fuera un exorcismo al sueño de la independencia.
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