Toros de bella estampa y alma vacía
Decepcionante corrida de Adolfo Martín, que impidió el triunfo de Bautista y Ureña
Fallaron los toros; esta vez, sí. Pero no por su estampa, sino por el comportamiento. Toros guapos, de esos que provocan la admiración del respetable cuando salen a la arena, pero animales sin alma, sin sangre brava, muy descastados, sosos y de mirada incierta.
Espectacular el trapío del cuarto, de nombre ‘Aviadoro’ y 515 kilos. Negro, musculado, largo, armonioso, con una cabeza coronada con dos pitones largos y astifinos como agujas, y actitud desafiante. Un tipo impresionante. Bien vestido, andares marchosos, guapo de verdad para un pase de modelos, pero no para tenerlo delante. Desde el tendido, infundía miedo. Habría que preguntarle qué sensación le produjo a Ureña, que fue el torero al que le tocó en suerte.
Presumidos también los demás, y aplaudidos todos de salida; y decepcionantes, también, a medida que transcurría la lidia. Acudieron con presteza al caballo, pero ninguno -quizá, algo mejor el sexto- hizo una pelea de bravo; todos aprendieron latín en el tercio de banderillas -algunos, con nota alta-, y en el tercio final mostraron sus muchos defectos, resumidos en falta de codicia, acometividad, fijeza, humillación y clase, y abundantes todos en sosería y dificultad. Quizá, el quinto fue el único que se movió, sin que se atisbaran en él condiciones para el aprobado.
No hubo triunfo. Ni una sola vuelta al ruedo, pero sí tres o cuatro momentos para el recuerdo.
Martín/Bautista y Ureña, mano a mano
Toros de Adolfo Martín, muy bien presentados, de bella estampa, (espectacular el trapío del cuarto), mansones, blandos, sosos y muy descastados
Juan Bautista: estocada atravesada, cinco descabellos _aviso_ y tres descabellos (silencio); dos pinchazos, media _aviso_ y dos descabellos (silencio); casi entera perpendicular y un descabello (pitos).
Paco Ureña: pinchazo _aviso_ y estocada caída (ovación); pinchazo y casi entera (silencio); estocada _aviso_ (ovación).
Plaza de Las Ventas. Séptimo y último festejo de la Feria de Otoño. 1 de octubre. Casi lleno (20.422 espectadores, según la empresa).
El primero, un quite de Ureña al que abrió plaza, de dos delantales y una larga, templadísima y preñada de torería. Era un toro de escasa fortaleza y derrochadora suavidad, bien aprovechada por el torero.
Otro. En ese mismo primer toro, Juan Bautista se lo llevó al centro del ruedo y allí montó la espada. Preciosa y inhabitual estampa de un toro y un torero, en la suerte final, en la boca de riego. Una imagen torerísima, que duró lo que tardó el torero en cobrar una estocada atravesada y que el toro, acobardado, se refugiara en las tablas.
Tres. Tercio de picar en el segundo toro. Turno de Pedro Iturralde, joven y consagrado varilarguero y caballista. Hace la suerte como mandan los cánones. Mueve con soltura y precisión al caballo. El toro, en los medios, bien colocado. Fija la mirada en el señor del castoreño. Levanta Iturralde el palo y el animal acude veloz a la llamada. La puya clava en su sitio, pero el encuentro es fugaz. No hay pelea. La película se repite con idéntico argumento. La plaza hierve cuando vuelve a la vida una suerte casi perdida. No fue un tercio de toro bravo, pero quedó para el recuerdo.
Un respeto, primero, para los toreros, que tuvieron la vergüenza y la gallardía de anunciarse con esta corrida en plaza de tanto compromiso. Valientes los dos, por encima de la descastada corrida; especialmente, Ureña, muy responsabilizado toda la tarde, valentísimo, se jugó de verdad los muslos, no volvió la cara en ningún momento y dibujó muletazos muy estimables por ambos lados.
Correcto y comprometido Bautista, salió airoso del duro trance, y solo se afligió aparentemente ante el quinto, que más se movió, lo que le costó la reprimenda del público.
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