Verdades convertidas en mentiras
Mario Vargas Llosa reúne en un libro sus conversaciones con Rubén Gallo sobre el poder de la ficción en la literatura y la política
Durante un semestre de 2015, el premio Nobel Mario Vargas Llosa impartió junto al profesor Rubén Gallo un curso sobre literatura y política. Aquellas charlas se han convertido ahora en un libro, Conversación en Princeton (Alfaguara) del que ofrecemos un extracto. El ensayo sale a la venta el 21 de septiembre.
En los países con más tradición de dictadura, las fronteras entre la verdad y la mentira tienden a desvanecerse. Ocurre en América Latina
Rubén Gallo. La novela ¿Quién mató a Palomino Molero? demuestra que una verdad objetiva no siempre resulta creíble para el público. El lector sabe que Mindreau se suicidó —se trata de una de las pocas verdades demostrables en la novela—, pero los aldeanos, la gente del pueblo, no lo creen, en parte porque aseguran que los poderosos no se suicidan: si mueren es porque alguien los asesinó. ¿Puedes hablarnos de ese pueblo incrédulo, que se guía menos por la razón que por ciertas fantasías? Ese episodio parece anticipar lo que ocurrió durante tu campaña presidencial: también allí había un pueblo que no quería creer en ciertas verdades demostrables.
Mario Vargas Llosa. Me parece fascinante ese proceso de mitificación que ocurre en el ámbito de lo que ha sido llamado la opinión pública. La opinión pública realiza extrañas operaciones que producen un resultado curioso: las verdades pasan a ser mentiras, y las mentiras pasan a ser verdades. Hay cosas que la gente no quiere creer y al mismo tiempo cree cosas que no son ciertas. Uno de los grandes instrumentos de esa transformación es la literatura. Las versiones literarias de la historia muchas veces se superponen a la historia y la reemplazan, como ocurre con La guerra y la paz. Es una novela tan absolutamente extraordinaria que los lectores llegan a creer que así ocurrieron las cosas en la realidad, aunque los historiadores se han empeñado en demostrar que Tolstói se tomó muchas libertades, y que la realidad fue más compleja o más sencilla que la versión del novelista. Nadie que lea a Tolstói puede imaginar que las batallas que él narra fueron de otra manera. La literatura reemplaza a la verdad, como ocurre también en la batalla de Waterloo narrada por Victor Hugo. Esta batalla está narrada tan maravillosamente en Los Miserables que al final los lectores salen convencidos de que ésa fue la verdad histórica. Los expertos han demostrado que no fue así, pero la fuerza persuasiva de la novela es tan grande que transforma la mentira en la verdad. Esto es lo que hace la literatura: transformar la realidad.
Ocurre algo más complicado y más oscuro cuando la opinión pública se impone sobre la verdad, transformando la verdad en mentira o viceversa. Es algo muy frecuente en todas partes, aunque lo es más en países que tienen una tradición de dictadura, de demagogia, de tergiversar la realidad. Allí las fronteras entre verdad y mentira tienden a desvanecerse, como ocurre con frecuencia en América Latina. En nuestro continente, las verdades y las mentiras políticas se confunden hasta el grado que resulta casi imposible distinguir entre una y otra. Es lo que vemos en Palomino Molero cuando la gente se niega a creer que el coronel Mindreau se suicidó. El pueblo vive rodeado de crímenes que no se resuelven, de situaciones en donde la violencia se impone a la legalidad, y por eso tiene una gran incredulidad. La ironía es que cuando se revela la verdad, ellos la toman como una mentira más.
R.G. Algo parecido ocurrió con el informe de la comisión en la que participaste para elucidar la masacre de Uchuraccay.
M. V. LL. Sí, esa historia tiene mucho que ver con este tema. Recordemos brevemente los hechos. A principios de los ochenta la guerrilla de Sendero Luminoso había esparcido la violencia por todo el Perú. Comenzó en Ayacucho, la ciudad andina en el centro del país, que se convirtió en el foco de ese movimiento terrorista inspirado en la revolución cultural china y en las ideas de Mao Tse-Tung. Un día llegó a Lima la noticia de una matanza en un lugar muy remoto, en las comunidades iquichanas, que son pueblos muy primitivos asentados en las alturas de Ayacucho, en las partes más altas de la cordillera. Un grupo de periodistas —casi todos de izquierda— salió hacia Ayacucho para verificar si era cierto lo de las matanzas y cuando llegaron a Uchuraccay fueron asesinados de una manera horrible.
Estalló un escándalo monumental y se pensó que los responsables habían sido los militares. La prensa de izquierda asoció este crimen a las matanzas de campesinos perpetradas por los soldados. Hay que recordar que el ejército había sido llamado a luchar contra los grupos senderistas que cometían atentados terroristas por todo el país, y se habían dado varios casos muy comentados de militares que asesinaron a campesinos que protegían a los senderistas. Así que la prensa responsabilizó al ejército del asesinato de los periodistas en Uchuraccay y la opinión pública pedía justicia y castigo a los responsables.
Entonces el presidente Belaúnde Terry, que era civil y había llegado a la presidencia en elecciones libres, nombró a tres personas para que integraran una comisión investigadora: al director del colegio de periodistas, a un jurista muy respetado y a mí. Los tres viajamos a Ayacucho y pasamos varias semanas interrogando a militares, a dirigentes sindicales y a líderes políticos antes de ir hasta Uchuraccay. Fue una experiencia muy impresionante porque tuvimos un cabildo con los campesinos de ese lugar y, durante una sesión muy agitada, nos dijeron: “Sí, nosotros los matamos, porque creímos que eran terroristas, creímos que eran senderistas”.
¿Qué pasó, resumiendo la historia? Los senderistas, para escapar al control de la policía y del ejército, se ocultaban en las regiones más altas de la cordillera, que es donde están esas comunidades iquichanas. Eran comunidades muy primitivas, que a principios del siglo XIX se aliaron con los españoles y lucharon contra las fuerzas independentistas. Defendieron la colonia por odio a quienes encabezaban los movimientos de independencia. Tenían una tradición de violencia. Los senderistas pasaban por allí, se alojaban en estas comunidades —que son muy pero muy pobres, a diferencia de los habitantes del valle del Mantaro, que son relativamente prósperos—, comían los alimentos y mataban los animales de estos campesinos, se llevaban a los niños para entrenarlos y les exigían pagar cupos para la guerrilla. Todo eso había creado conflictos entre estas comunidades y los senderistas.
Se dieron varios incidentes de campesinos asesinados por senderistas, así que los habitantes de Iquicha hicieron un cabildo reuniendo a comunidades de toda esa región y acordaron finalmente enfrentarse a Sendero Luminoso, no por una cuestión ideológica sino porque los guerrilleros se habían convertido en una carga muy dura para esos pueblos tan pobres. Además, querían evitar problemas con la policía o con el ejército. Así que se enfrentan a los senderistas, emboscan a más de 40 guerrilleros y los matan. Y como habían cometido tantos asesinatos vivían en un estado de gran convulsión, esperando la respuesta de Sendero, temiendo que los senderistas llegaran a tomar represalias. Nada de eso se sabía en Lima, ni fuera de esas montañas altas de la sierra de Ayacucho.
Fue justo en ese momento cuando aparecieron los ocho periodistas con su guía. Estaban completamente desinformados de lo que ocurría y sólo querían investigar sobre los asesinatos de campesinos que se le imputaban al ejército. Ellos llegaron haciendo preguntas y la comunidad reaccionó con un furor terrible: los rodearon, los atacaron, les pegaron con palos. Varios de los periodistas hablaban quechua y trataron de explicarse, pero no sirvió de nada y al final los asesinaron.
Y esto fue lo que nosotros concluimos de la investigación: que los mataron porque estaban en un estado de convulsión y los tomaron por senderistas. Además, habían tomado mucha chicha y muchos de ellos estaban bebidos. No fue un crimen deliberado para acabar con los periodistas: fue algo inesperado, en parte porque hasta allá no llegaba nadie que no fuera un militar o un senderista. Y como los periodistas eran civiles los confundieron con guerrilleros.
Ésa fue una verdad que no creyó nadie. Los miembros de la comisión fuimos atacados con una ferocidad difícil de imaginar: nos acusaron de haber mentido, de haber fabricado una mentira para justificar al ejército, de estar de parte de los militares, de conspirar con el Gobierno para engañar a la opinión pública. Muchos años después, luego del fin de la dictadura de Fujimori, se establece la Comisión de la Verdad, presidida por un profesor de Filosofía muy prestigiado de la Universidad Católica y conformada por un equipo de sociólogos, médicos y psiquiatras. El informe de esta comisión —que es fascinante— llega exactamente a las mismas conclusiones que nosotros habíamos sacado veinte años antes. Pero a pesar de esa investigación y del trabajo de la comisión, todavía resulta muy difícil hacer creer a los peruanos, o a un sector importante de la opinión pública, que así ocurrieron las cosas, porque la idea de que hay campesinos que asesinan a periodistas no entra dentro de los esquemas ideológicos. Hay un prejuicio que establece que los responsables de cualquier asesinato de campesinos son los militares.
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