Las huellas guiris de la Sierra de Guadarrama
La Loma del Noruego, la Ducha de los Alemanes o el Camino Schmidt narran la historia de los viajeros extranjeros que empezaron a acercar el disfrute de la montaña a los españoles
Durante siglos, las montañas de Madrid fueron un lugar tenebroso. Frontera natural entre el norte y el sur peninsulares, ni invasores -el romano, el árabe, el francés napoleónico-, ni reyes, ni viajeros románticos pudieron evitar el cruce de la Sierra de Guadarrama, antaño hogar de bandoleros y de aires fríos que, en tiempos de tuberculosis, se pensaba que mataban. Una marcha de más de 12 horas separaba aún al madrileño del siglo XIX de un paraje remoto que miraba con una mezcla de ignorancia y temor (el viajero George Henry Borrow –conocido como Jorgito el inglés-, cita en su obra La Biblia en España (1843) a un barbero que habla de “profundas lagunas habitadas por monstruos”). Tuvieron que ser los extranjeros, junto a unos pocos españoles cercanos a la Institución de Libre Enseñanza, quienes pusieran de moda la Sierra: noruegos, alemanes y suizos, pioneros en España de deportes como el esquí o el alpinismo, cuyas historias están ocultas tras una serie de topónimos. Son estos:
La Loma del Noruego
Cuando ningún español en su sano juicio se hubiera tirado por una pendiente nevada, llegó a Madrid el noruego Birgen Sörensen (Fredrikstad, 1877) para hacerse cargo de una empresa familiar de maderas situada en el barrio de Lavapiés. Procedente de la región de Christania, donde se fundó la primera escuela europea de esquí moderno, Sörensen comenzó a subir a la Sierra para hacer encargos al aserradero de la Sociedad Belga de los Pinares del Paular, y encontró un lugar perfecto para dar rienda suelta a su pasión. En la pendiente que desciende desde la Bola del Mundo al puerto de Cotos, ahora conocida como Loma del Noruego (aunque pocos saben por qué), este se lanzaba sobre unos “esquís rudimentarios, tablones sin ninguna flexibilidad”. “A la gente le extrañaba muchísimo ver a un tío deslizarse con unas tablas por la montaña”, cuenta el periodista y editor Ángel Sánchez Crespo, autor del libro 101 curiosidades de la historia de la Sierra de Guadarrama (Guadarramistas, 2014), que asegura que Sörensen fue el pionero del esquí en España.
El Pinar de los Belgas, ejemplo de explotación ecológica
Los Pinares del Paular – más de 2.000 hectáreas situadas en Rascafría-, en manos de los monjes cartujos del monasterio desde 1675, pasaron, gracias a la famosa desamortización de Mendizábal, a las de un grupo de belgas que en 1840 adquirieron el bosque para su explotación (de ahí su otro nombre actual). La Sociedad Belga de los Pinares de El Paular ha sido desde entonces un ejemplo de modelo sostenible de extracción de madera. “A la sociedad le interesaba mantenerlo, no vino a dar el pelotazo”, afirma Sánchez Crespo, que cuenta que no ocurrió lo mismo con los aledaños pinares de Malagosto y el Reventón, adquiridos por empresarios patrios que intentaron obtener el máximo beneficio en el menor tiempo posible. “Se dejó a los propietarios explotar libremente toda esa zona, y talaron todo lo había que talar”. Más de 160 años después, el aserradero de los belgas que salvaron el pinar –inmerso ahora en un proceso de modernización- sigue funcionando.
Enseguida, el esquiador trabó amistad con unos excursionistas, cercanos a la Institución Libre de Enseñanza y liderados por Manuel Bartolomé Cossío, quienes, tras haber leído el relato de la travesía de fondo a través de Groenlandia de Fridtjof Nansen en Hacia el Polo, estaban fascinados por la nieve. Fabricó para ellos unos esquíes en su local madrileño, les inició en el deporte y uno de ellos, Manuel González de Amezúa, fundó en 1906 el Twenty Club, embrión del Club Alpino Español. “Navacerrada, sin embargo, no se convirtió en estación de esquí hasta mediados del siglo XX”, apunta Sánchez Crespo. Sörensen falleció en 1910, a los 33 años, víctima de unas fiebres tifoideas.
La Ducha de los Alemanes
Un salto de agua de dos metros del Valle de la Fuenfría, cerca de Cercedilla, fue el lugar favorito para refrescarse de varios alemanes pioneros del alpinismo en la Sierra madrileña. En 1902, cuando por allí “no circulaban sino raros grupos muy poco numerosos” ligados a la ILE, la Sociedad de Militar de Excursiones, el Museo Nacional de Ciencias Naturales y la posterior Real Sociedad Alpina Peñalara –según dejó escrito su fundador, Bernaldo de Quirós-, también se dejaba ver el llamado “grupo de los alemanes”. Si bien a los primeros les guiaba un espíritu científico y divulgador, estos extranjeros “no dejan testimonio escrito de sus actividades deportivas, lo que lleva a pensar en un grupo de deportistas puros”, explica Manuel Mollá-Ruiz Gómez, autor del artículo ‘El grupo de los alemanes’ y el paisaje de la sierra de Guadarrama.
Su líder, Carlos Coppel, llegó a Madrid en los años 60 del siglo XIX y “fundó una fábrica de relojes en la calle Fuencarral, que tuvo un gran prestigio en su época”, cuenta el investigador, que habla de otros como Fernando Ganter y Alberto Maurer, también relojeros. “La Pedriza, un lugar prácticamente descocido hasta que el geólogo Casiano de Prado la investigó en los años 60 del siglo XIX, ya la recorrían algunos alemanes”, cuenta Sánchez Crespo. “Era gente que venía en pantalón corto, que en aquella época no se llevaba, y se pegaban unas palizas tremendas por la Sierra. Eso mucha gente aquí no lo entendía”, continúa el periodista, que se refiere a fragmentos literarios y periodísticos de la época con “curiosas descripciones de cómo eran estos alemanes, que debían ser unos tíos bestias, enormes... En uno se decía que, después de haber estado en Los Alpes, se metieron a La Pedriza y se perdieron, porque es un laberinto”.
La Ventana del Diablo
En esta formación rocosa en forma de ventana, situada en el tercero de los Siete Picos, varios miembros de la Sociedad Peñalara “Los Doce Amigos” (germen de la Real Sociedad Alpina Peñalara) colocaron en 1919 una placa en homenaje a uno de sus cofundadores, el suizo Alberto Oettli, fallecido meses antes. Así lo recoge un número de ese año de la revista Peñalara, que recuerda las excursiones a la Sierra de este “venerable decano de los guadarramistas”, de profesión ingeniero mecánico en la empresa alemana Siemens-Schuckert, en tiempos “sin chalets, sin albergues, hasta sin caminos”. Y sus viajes a los picos más escarpados, como cuando, el 12 de julio de 1891, completó la primera ascensión deportiva conocida al macizo de Siete Picos en compañía de Arthur Jackson, el cónsul británico de la época. En la actualidad no queda rastro de la placa, aunque sí de su marca en la roca, y Piolet, pseudónimo con el que Oettli solía firmar los relatos de sus expediciones, es uno de los grandes olvidados de la Sierra de Guadarrama.
El Camino Schmidt
La ruta clásica que une los albergues de los puertos de Navacerrada y la Fuenfría, los dos pasos históricos a través de la Sierra, fue señalizada en 1926 por el socio número 13 de la Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara, un europeo de origen alemán (algunos creen que era suizo o austríaco) llamado Eduardo Schmidt. Primer guarda del albergue que este club construyó en 1917, Schmidt fue un pionero del alpinismo y el esquí en España, donde vivió el resto de su vida. Trazó el itinerario que lleva su nombre para ir a visitar a los guardas del albergue del Puerto de Navacerrada, construido en 1927.
En la recta final de su vida -murió en El Espinar (Segovia), en 1962-, el montañero pasó una temporada en Trillo (Guadalajara), donde conoció a su esposa Paquita y quedó inmortalizado, en la obra Viaje a la Alcarria (1948), por el Nobel de Literatura Camilo José Cela: “[…] a la entrada del pueblo hay una casa muy arreglada, toda cubierta de flores; en ella vive, ya viejo y retirado, cultivando sus rosales y sus claveles y trabajando su huerta, un veterano alpinista que se llama Schmidt. […] fue un montañero famoso; en la sierra de Guadalajara [Guadarrama] hay un camino que lleva su nombre […]”.
Babelia
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