Los últimos artistas del suelo de Lisboa
Cinco ‘calceteiros’ cuidan los antiguos mosaicos del pavimento deteriorados por el tráfico
Dos, tres golpecitos del martillo sobre la mano y la piedra que era un cubo se transforma en un hexágono que encaja, como por arte de magia, junto a otra piedra que van formando, en el suelo de la plaza del Rossio, el escudo de Lisboa, con su carabela y sus cuervos negros. El sol cae sobre la nuca de los calceteiros, que siguen a lo suyo, acostumbrados a que los turistas les disparen sus cámaras, así, tirados por el suelo.
Son cinco calceteiros-artistas, los últimos de Lisboa, los últimos de un arte que hace única a esta ciudad y que quiere ser Patrimonio de la Humanidad. Si el sol sigue apretando, no va a quedar un calceteiro para cuando llegue el reconocimiento. Su postura en el suelo es una tortura, encorvados, a la intemperie, un martillo en una mano, una piedra en la otra; con hábiles golpes dan forma a la piedra apoyada en su palma, se acuclillan y la encajan en el suelo junto a otras similares. Generalmente, las piedras tienen forma de cubos, pero este mosaico blanquinegro es de hexágonos.
“Llevamos retraso; calculé un mes de trabajo pero va a ser mes y medio; el escudo en hexágonos tiene más dificultad que en cubos”, señala Paulo Almeida, alumno de la primera promoción de la escuela. Desde su creación en 1986, ha formado a 190 personas, unas seis por año. Pese a tener trabajo asegurado, la dureza del oficio y -no menos importante- el raquítico sueldo no atrae ni a los parados.
“Me apunté por curiosidad, porque como lisboeta cada día veía los dibujos de las calzadas, y también porque era una buena oportunidad de trabajo”. Almeida, ya con la espalda rota y una rodilla renqueante, es el jefe de la brigada de los 14 calceteiros de la ciudad, aunque artistas solo se consideran unos cinco.
“La calzada portuguesa, además de bonita, es útil y reciclable. Se puede levantar para abrir zanjas y la piedra se recoloca; si llueve, la arenilla que une las piedras chupa la humedad y todo vuelve a su ser”, explica Almeida. No se emplea cemento, solo piedra y su propio polvillo. “La calzada portuguesa actual es igual a la que surgió en el siglo XIX, solo ha cambiado la especialización de sus trabajadores. Ahora todos hacen todo, antes unos preparaban la superficie y después llegaban los calceteiros-artistas, que cortaban y colocaban la piedra”.
Dale que dale, los calceteiros del Rossio van componiendo el escudo de la ciudad. Colocan hexágonos sobre la base de polvo de piedra, cuando completen el rompecabezas, echarán más arenilla para rellenar las juntas; aplanarán el mosaico con una gran maza de madera, echarán agua para reafirmar y repetirán el proceso. “Esto tiene cien años de garantía”, dice Almeida. “Nuestro mayor enemigo es el coche, que aparca sobre la calzada. Solemos decir que el lisboeta tiene el parking más caro del mundo. El peso de los coches hunde y quiebra los mosaicos”.
Si hay que hacer una ruta de las calzadas más espectaculares de Lisboa, hay que ver los escudos coloniales de la plaza del imperio, las ondas hipnóticas de la plaza del Rocío y los florones psicodélicos de la avenida Libertad; pero sobre todos ellos, hay que visitar la anónima y maltratada calle Lopes de Mendoça. Son cien metros que esconden naturaleza muerta en forma de girasoles, mariposas, margaritas, tulipanes y amapolas en amarillos, verdes, naranjas y otros tonos de piedra. Se cuenta que un americano fue al ayuntamiento para comprar la acera y llevársela a su pueblo.
La historia de la calle es un misterio. “Los calceteiros solían dejar una señal, un símbolo, como firma de su trabajo”, dice Almeida, “pero en este caso no lo hay”. No se sabe quién ni cuándo ni porqué. “Creemos que es de los años 40; entonces había muchos calceteiros y para subir en el escalafón se hacían exámenes prácticos; quizás estas obras son resultado de unas pruebas”.
Calzadas por el mundo
¿Quién? En Lisboa hay una brigada de 14 calceteiros,solo cinco de ellos son considerados artistas. Desde que se creó la escuela en 1986 se han formado unos 190 alumnos, unos seis por año.
¿Dónde? La tradición ha pasado a lugares como Río de Janeiro, Macao, Goa, Luanda, Maputo. En la capital portuguesa las calzadas más espectaculares son las de las plazas del Rossio y del Imperio, las de la avenida de la Libertad y las flores de la calle Lopes de Mendoça.
La modesta calle se mantiene regular, pues los calceteiros-artistas no llegan a todo. La conservación de calles con solo piedra blanca corresponde al distrito, pero si hay dibujos deben avisar a los especialistas. No siempre lo hacen; la hoja de una amapola se ha rematado con piedra blanca donde antes fue verde.
“Éramos tantos lo calceteiros que teníamos libertad artística”, recuerda Luis Fidalgo, 50 años, a decir de todos el mejor del oficio. “Yo no fui a la escuela a aprender, yo nací sabiendo; mi padre era calceteiro y yo lo era desde los nueve años”. Fidalgo te da la mano y es como agarrar una plancha de mármol, y aún así, sus dedos mantienen una sensibilidad única para cortar los cantos y sus ojos descubren formas donde el resto solo vemos piedras. “El ojo de ese cuervo, con el iris en dos colores, es una piedra que encontré abandonada”.
Fidalgo recalca que él es calceteiro-artista. “Suelo decir que hago crochet pero con piedras. Antes los calceteiros se metían en el oficio por dinero, yo no, yo por el arte. Desgraciadamente es un arte que está desprestigiado, no se ha protegido como se debía, se mezcla todo y se está perdiendo mucha calidad”. Fidalgo se lleva a casa una mesada de 700 euros.
El ronaldo de la calzada portuguesa rememora épocas gloriosas, cuando viajaba por el mundo para enseñar el oficio en Brasil o realizar encargos en villas francesas; en el mismo Lisboa realizaba mosaicos para fincas, palacetes y centros comerciales. “Dicen que la calzada va a ser patrimonio de la humanidad, tal vez sea bueno y haya más respeto, pero el artista calceteiro va a desaparecer”.
De Maputo a Macao, pasando por Sevilla
Aunque sus orígenes históricos remiten a las vías romanas, la calzada portuguesa lleva la marca de los presos que estaban recluidos en el castillo de Lisboa. El gobernador del San Jorge, Eusébio Cândido Pinheiro Furtado, empleó a sus presidiarios en cortar piedras blancas y negras para realizar mosaicos de formas geométricas en los alrededores de la fortaleza. Corría el año 1842.
El trabajo agradó al ayuntamiento y seis años después aprobó un proyecto similar para la plaza del Rossio. A partir de ahí, las principales calles de La Baixa se recubrieron de piedras cúbicas de varios colores. Dos siglos después, la tradición se mantiene en lugares principales de la ciudad como plaza de Camões (1867), Príncipe Real (1870), plaza del Municipio (1876), Cais do Sodré (1877) o la avenida Liberdade (1879). Y ha saltado a otros países, a ciudades colonizadas, como Río de Janeiro, Macao, Luanda, Goa Maputo, pero también a lugares que buscan realzar el entorno; es el caso del memorial John Lennon en Central Park (Nueva York) o de la Torre del Oro en Sevilla.
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