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La deuda del rock 'n' roll con los indios norteamericanos

El documental 'Rumble' destapa la crucial influencia en Bob Dylan, Jimmy Hendrix, Frank Sinatra o Eric Clapton de las músicas indígenas

David Marcial Pérez
Taj Mahal y Jesee Ed Davis, en un fotometraje de Rumble
Taj Mahal y Jesee Ed Davis, en un fotometraje de Rumble

Cuando Bob Dylan se enchufó por primera vez a un amplificador en 1965, el guitarrista elegido para reventar los dogmas del folk se llamaba Robbie Robertson, un músico mohawk que creció en una reserva indígena en Ontario. Charlie Patton, uno de los padres del blues del delta del Mississippi, era mitad negro, mitad choctaw. Link Wray, el creador de ese zumbido en la guitarra llamado distorsión, se metía de niño debajo de la cama cada vez que escuchaba llegar al KKK porque tenía sangre shawnee. Lennon y Clapton adoraban a Jesee Ed Davis, un portentoso guitarrista seminola, al que se llevaron de gira hasta que murió de una sobredosis en los ochenta. Jimi Hendrix se vestía con plumas y chamarras cherokee en homenaje a su abuela. Bennett y Sinatra crecieron escuchando a Mildred Bailey, educada con las canciones de su comunidad skitswish.

La deuda del rock 'n' roll –en sentido amplio, blues, swing, jazz– es mucho más profunda que el expolio de la cultura negra. La grandeza de la música estadounidense también bebe de los canales subterráneos de las tradiciones indígenas nativas que sobrevivieron, marginadas en reservas, al exterminio de la colonización blanca, protestante y anglosajona.

El documental Rumble, The indians who rocked the world, una producción canadiense capitaneada por Steve Salas, un rockero apache que llegó a tocar con Mick Jagger y Rod Stewart, escarba con minuciosidad en esta huella olvidada. “Queríamos hacer una historia de héroes no de víctimas –comentaba durante el reciente pase de la cinta en el Festival de cine de Guanajuato– Hicimos cosas increíbles”.

“Toda la música del país viene del sur y está influenciada por la tierra, el aire, los pájaros y por nosotros”, dice Pura Fe, una cantante taino, desde una reserva en Carolina del Norte. En otra escena, suena en un tocadiscos una letanía blues y Pura Fe responde: “el ritmo, la voz, es música indígena pero hecha con una guitarra”.

La canción, cadenciosa, circular, hipnótica, es de Charlie Patton, un músico negro, enjuto, con el pelo liso y la nariz afilada por su mezcla choctaw. Murió en los años treinta pobre y sin gloria, pero sus discípulos en la Dockery Plantation, el campo de algodón donde se refugió con su familia de los ataques racistas en las orillas del Mississppi, fueron los primeros que tuvieron reconocimiento gracias a aquellos chicos británicos con flequillo que en los sesenta copiaban con descaro a Howlin’ Wolf o Muddy Waters. Recordemos que el blues no salió del gueto negro hasta que los Beatles y los Rolling les demostraron a los estadounidenses que aquella música era verdaderamente grandiosa.

Antes de la música siempre estuvo la tierra. “Los colonos arrinconaron a los indios nativos en las reservas. Los hombres emigraban para buscar algo de trabajo o directamente para que no los mataran. Cuando llega el comercio de esclavos africanos al sur, lo que quedan son mujeres y niños”, dice el historiador Erich Jarvis en otra secuencia, que se cierra con una pregunta retórica: “¿Con quién se relacionaban esos hombres africanos?”. Por eso en Nueva Orleans, la madre de todas las mezclas, los negros salen en el carnaval de Mardi Gras envueltos en unos fastuosos penachos de plumas.

Fotometraje del documental sobre la celebración de Mardi Gras
Fotometraje del documental sobre la celebración de Mardi Gras

En el mestizaje, los indígenas norteamericanos encontraron un alivio y una maldición. “Eran tratados peor que los esclavos”, apunta el legendario poeta de la contracultura y manager de los MC5, John Sinclair. “Podías tener un 90% de indígena y un 10% de negro, pero en los documentos de identidad solo había dos categorías: blanco o negro. ¿Por qué?” Porque borrando la identidad indígena quedaban borrados también los derechos sobre la tierra.

Jimi Hendrix nunca escondió sus raíces. De pequeño le gustaba revolver en el baúl de su abuela cherokee y vestirse con plumas y chamarras con tiras de cuero colgando de las mangas. En Woodstock salió vestido así y los hippis confirmaron que querían ser los nuevos indios. Jesee Ad Davis tampoco ocultó su orgullosa ascendencia seminola. Los Rolling le “descubrieron” una noche en Los Ángeles tocando con el bluesman Taj Mahal y el día siguiente toda la banda tenía comprados los billetes de avión a Londres. “Jesse tenía algo exótico, era un indio nativo, vestía bien y tocaba un blues endiablado y magnífico. La aristocracia británica adoraba todo eso porque era algo que ellos nunca podrían alcanzar”, apunta en la cinta el periodista de la revista Rolling Stone, David Frick. Tocó con Lennon, George Harrison o Eric Clapton hasta que murió de sobredosis tras engancharse al caballo en una gira con los Faces de Rod Stuart.

Iggy Pop, Salsh, Marky Ramone y Wayne Kramer salen en pantalla rindiendo pleitesía a Link Wray, un indio shawnee que lo mantuvo en secreto “porque todo el mundo les odiaba”, como dice su hija en el documental. En 1958 le pidieron en una fiesta que tocara un foxtrop y como no sabía decidió probar con una combinación extraña de notas. Acababa de inventar el power chord, la columna vertebral del rock ruidoso y pesado. “Sin Wray –dice el batería de los Foo Fighters– no habría The Who, ni Jeff Beck, ni Led Zeppelin”.

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Sobre la firma

David Marcial Pérez
Reportero en la oficina de Ciudad de México. Está especializado en temas políticos, económicos y culturales. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en El País. Antes trabajó en Cinco Días y Cadena Ser. Es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid y máster en periodismo de El País y en Literatura Comparada por la UNED.

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