Los simios como pueblo elegido
'La guerra del planeta de los simios', última secuela de la serie, resulta ser un gazpacho indigesto de lugares comunes, convencionalismos y mema corrección política
La guerra del planeta de los simios, última secuela de la serie que inaugurara en 1968 el gran Charlton Heston resulta ser un gazpacho indigesto de lugares comunes, convencionalismos y mema corrección política. Una auténtica regresión. Quien la haya dirigido, cuyo nombre da igual porque se trata de un producto industrial dirigido a un público de 9 a 99 años y nadie mira quién es el autor cuando compra un paquete de donuts, se olvida de lo más primordial de la serie, el viaje en el tiempo, el juego entre pasado y futuro de la humanidad, para contar la peripecia de un montón de monos asexuados más humanos que los propios humanos.
El clan de simios que dirige ese caudillo que se llama César, un mono de clase media enamorado de su esposa mona y feliz con su familia, de ojos intensamente claros, es un héroe reticente, un tipo pacífico a la que la maldad de los hombres obliga a una guerra que no quiere. La película duda durante un momento sobre qué camino trillado va a seguir la aventura hasta que finalmente se decide por el peor. Tiene chiste que la bola de monos en algunos momentos parezca el pueblo elegido huyendo de la esclavitud en Egipto y en otras esté en trance de lanzarse a la conquista del Oeste y encontrar de una vez por todas una tierra prometida donde pueda vivir en paz haciendo sus monerías.
El pastiche alcanza cotas de total desvergüenza cuando el malo malísimo, Woody Harrelson, un buen actor que parece empeñado en tirar su carrera a la basura, hace un patético remedo del Brando de Apocalypse Now. Hay que entender a este pobre coronel de las fuerzas especiales, convertido en una máquina de matar para preservar y salvar a la civilización del contagio de los simios, un intento que chocantemente cree capaz de llevar a cabo sin la participación de las mujeres. En los 140 minutos que dura la película solo salen una niña rubia y un par de monas que hay que interpretar que son hembras porque llevan un coqueto adorno en la sien.
El coronel es tan pendejo que no entiende que simios y humanos pueden vivir juntos, pero, obvio, no revueltos, y que el odio, el resentimiento y el rencor no llevan a ninguna parte ni se puede construir nada sobre ellas. Estas son las bonitas conclusiones y los baratos sentimientos a los que apela la película. Y una más aún: que al fin y al cabo, simios y hombres tampoco somos tan diferentes, sobre todo si los primeros tienen los ojos azules y hablan inglés. Qué lejos todo de aquella grandeza final de Charlton Heston encontrándose en la playa las ruinas de la Estatua de la Libertad, esa en cuya base se puede leer algo tan ferozmente humano y actual como esto:
"¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres
Vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad
El desamparado desecho de vuestras rebosantes playas
Enviadme a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades a mí
¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta dorada!”
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