Jazz en la cápsula del tiempo
Stanley Clarke y Larry Carlton regresan al Festival de Jazz de Vitoria sin nada nuevo que aportar, en una jornada en la que destacó el cubano Harold López-Nussa
Pasan los años y las cosas cambian. Nada permanece inmutable, salvo contadas excepciones, como el Festival de Jazz de Vitoria, que este año celebra su 41 edición. Un evento que nació semanas después de las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco y que, dos años después, en 1979, empezó a celebrarse en el mismo recinto en que se celebra aún hoy, con una dirección que en lo esencial tampoco ha cambiado demasiado.
Sí, este festival es como una cápsula del tiempo que se desentierra cada verano para traer a la capital alavesa el jazz que lleva sonando desde entonces entre las entrañables paredes del pabellón de Mendizorrotza. Y aunque el jazz también haya evolucionado en todos estos años, en este festival tienen muy claro lo que les gusta. Vitoria no quiere renovar su público: quiere al suyo, el que cada julio se junta para escuchar música añeja, clásica, sin extravagancias. Con fuste, vaya. Si funcionaba hace 30 años, ¿por qué no iba a hacerlo ahora? El jazz es un género perfecto para sustentar este principio. El jazz, o cualquier cosa que se le parezca.
Así que Vitoria sigue igual, porque su vocación conservadora no tiene nada de casual. La música que suena aquí es la que conocen, la que les gusta, la que quieren escuchar, en un festival al que los artistas vuelven, y vuelven, y vuelven; y lo hacen porque este es su sitio, y el de Vitoria es su público, mientras el cuerpo aguante.
Incluso la sección del festival con presunción de riesgo, bautizada "Jazz del siglo XXI" en 1990 —nombre que probablemente tenía más sentido entonces—, tiende a no salirse demasiado de los márgenes, lo que no quita que por lo general siga albergando las propuestas más interesantes del programa para el aficionado medio al jazz o para quienes aún no han cumplido 40.
En la segunda jornada de la presente edición se estrenó en este escenario el joven Harold López Nussa, miembro de la prolífica generación de pianistas cubanos nacidos en la primera mitad de los 80, como Fabián Almazán, Alfredo Rodriguez, Manuel Valera, Dayramir González o el extraordinario David Virelles. Presentando su recomendable último disco, El Viaje, López-Nussa mostró en Vitoria que es un pianista que, pudiendo encajar en cierto estereotipo del jazz cubano —pirotécnico, percutivo, exuberante—, aspira a algo más.
Capaz de invocar el blues y la herencia del bebop cuando se lanza a improvisar, López-Nussa posee un fraseo lírico y una mano izquierda poderosa. En directo roza peligrosamente algunos extremos, sin llegar a tocarlos, como lo circense en los números más intencionadamente espectaculares, o lo empalagoso cuando toca en piano solo, pero también rezuma una calidez que lo acerca al público de forma natural: escucharle tocar el clásico de Ignacio Cervantes Los Muñecos en piano a cuatro manos junto a su hermano Ruy —que es también su baterista desde años— enternecería a cualquiera.
Puede que el contrabajista que lo acompañó en Vitoria —Yasser Pino, cubano residente en Copenhague y antiguo alumno de Niels-Henning Ørsted Pedersen, nada menos— no acabase de acoplarse del todo con los hermanos, y puede que la pasión del pianista por su maestro Chucho Valdés acabe llevándolo por el tentador camino del exhibicionismo vacuo, pero hoy por hoy López-Nussa tiene potencial y buen gusto.
Todo lo contrario que el programa doble que coronaba la jornada en Mendizorrotza, conformado por Larry Carlton y Stanley Clarke. Dos músicos unidos por un sonido, el de aquel jazz fusión tan popular a finales de los 70 y primeros de los 80, y por la irrelevancia artística más absoluta en la actualidad. Hubo un tiempo en el que Clarke estuvo considerado como uno de los mejores bajistas del mundo y, aunque retiene algo de su leyenda, no tiene ya nada que decir musicalmente.
Afortunadamente, el bajista se rodea de jóvenes de talento, como sus tres acompañantes en Vitoria, que levantaron en algunos momentos el concierto. Por un lado, el virtuoso pianista georgiano Beka Gochiashvilli, descubierto en 2012 por Lenny White y ampliamente influido por Chick Corea; por otro, el atómico baterista Mike Mitchell, que recientemente estuvo en nuestro país con el grupo de Christian Scott; pero especialmente Cameron Graves —teclista habitual de Kamasi Washington y una de las voces más importantes en su antológico The Epic—, que en Vitoria se alzó como el solista más elocuente de la banda de Clarke.
Este ejerció de líder y estrella, masacrando de forma inmisericorde el Goodbye Pork Pie Hat que Charles Mingus le escribió a Lester Young, y alardeando de uno de los sonidos de bajo eléctrico más horrendos que se pueden escuchar. Cuando por fin cogió el contrabajo seguía sin sonar bien, pero al menos no era desagradable, e incluso llegó a recordar a sus Return To Forever en algún momento.
Poco antes, Larry Carlton había ofrecido un desparpajado concierto en el mismo escenario. Como buen exponente del jazz para gente a la que no les gusta el jazz, Carlton hizo simple y llanamente lo que le apetecía, y lo que mejor le sale: fusión ligera con ramalazos de blues, servida con buen rollo y oficio. Música anacrónica, sacada de la cápsula del tiempo para que el público de Vitoria —llamativamente escaso en esta jornada, por cierto— se retrotraiga a aquellos cándidos años 80 en los que el jazz, o lo que fuese, sonaba más o menos así.
Babelia
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