Mark Lanegan Band: Un verso suelto vivificante
El último disco del músico recibe una calificación de 7 sobre 10
Artista: Mark Lanegan Band
Disco: Gargoyle
Sello: Heavenly/PIAS
Calificación: 7 sobre 10
Mark Lanegan siempre fue un verso suelto en la escena del rock contemporáneo. Lo demostró en los 80 y luego en los 90, cuando sus Screaming Trees se posicionaban como un ente creativo plenamente autónomo y reconocible, reacio a dejase subsumir en la gran marea del grunge. Y lo siguió refrendando con sus posteriores aventuras bien entrado el nuevo siglo, ya fuera junto a Greg Dulli (The Afghan Whigs) al frente de The Twilight Singers, poniendo voz a los Soulsavers, colaborando en algunos de los momentos más abrasivos de Queens of The Stone Age o formando aquel insospechado dueto junto Isobel Campbell, acertado contaste entre la melaza de ella y la hiel de él y su cavernosa —disculpen el tópico— voz.
Gargoyle, décimo álbum facturado a su nombre y cuarto bajo etiqueta grupal, no supone en modo alguno un desliz en una carrera que lleva más de tres décadas puntuando muy alto, exhibiendo una rocosa solidez a la que su timbre de barítono dota siempre de un barniz de sobria credibilidad, diríase que criada en barrica de roble, y que sabe adoptar acentos contemporáneos, como esas tramas electrónicas que brotan con naturalidad, sin los visibles envaramientos de otros liftings sonoros mucho más postizos. Tampoco la coherencia de su obra, casi inquebrantable, apenas se resiente. Digamos que su rúbrica, sin lograr que ninguno de sus discos acabe encaramándose a esos listados en los que los medios a final de año hacen recuento de lo más granado por su pericia para crear escuela o abrir brecha en términos de vanguardia (algo que él no necesita), es sumamente fiable.
Este disco funciona como un muestrario bastante amplio de sus actuales capacidades: hay ecos de kraut rock, electrónica subyugante, cierta querencia épica, pop con anclaje en unos años setenta —y también sesenta: el sesgo confeso a lo Kinks en Emperor— reactualizados, tonalidades acústicas e incluso gotas de gospel. Y tiene dos catalizadores principales: el músico británico Rob Marshall, al que conoció cuando su banda, Exit Calm, le teloneó en 2008, quien aquí coescribe la mitad del material —consecuencia del intercambio de correos electrónicos que enlazaron a raíz de sus propios esbozos de canción— y a su habitual mano derecha en los últimos tiempos, un Alain Johannes (Jimmy Eat World, Chris Cornell, Arctic Monkeys) que se encarga de dar forma a la otra mitad sin que el saldo global pierda cohesión.
El resultado expide la desenvoltura de su grabación más rápida, registrada en menos de un mes, de aliento orgánico pese a su despliegue de cacharrería. Puede decirse que es uno los mejores trabajos de su carrera. También uno de los menos sombríos y más vivificantes, dando pábulo para que volvamos a fantasear con cualquiera de las muchas hipérboles que siempre han circulado en torno a un hombre que, a sus 52 años ya cumplidos, muchos quieren ver —con razón, dada la serena y contradictoria espiritualidad de su discurso— como un Leonard Cohen alternativo del siglo XXI, manjar inevitablemente apto solo para minorías.
Babelia
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