Monteverdi y su ‘Orfeo’ regresan a Venecia
John Eliot Gardiner dirige en el Teatro La Fenice las tres óperas del compositor italiano
Las tres óperas conservadas de Claudio Monteverdi yacieron dormidas durante siglos hasta que comenzaron a resurgir, como el Ave Fénix, a comienzos del siglo pasado de la mano de las ediciones e interpretaciones redentoras auspiciadas por Vincent d’Indy en París. Ahora, más de cien años después, han recuperado el lugar de privilegio que nunca debieron abandonar y tiene mucho de simbólico que se escuchen las tres este fin de semana en Venecia, la ciudad adoptiva del compositor, y en un teatro que lleva el nombre de La Fenice, que supo a su vez resurgir de sus cenizas tras el terrible incendio de 1996 y que debe en origen su nombre a que renació en un solar cercano tras un fallo judicial que modificaba la propiedad del Teatro San Benedetto, devorado a su vez por las llamas en 1774. Pocas ciudades representan como Venecia el ciclo de vida, muerte y resurrección.
La ópera como género tuvo en Florencia su primer fermento ideológico, pero hubo de trasladarse a Venecia para poder fraguar como un empeño comercial. Incluso la partitura de L’Orfeo, estrenada en el Palacio Ducal de Mantua en 1607, en un selecto entorno aristocrático, vería la luz no allí, sino en Venecia dos años después, en la misma imprenta de Ricciardo Amadino que daría a conocer una misa y las Vísperas del propio Monteverdi en 1610. La Fenice la presenta con sus dos hermanas mayores en tres días consecutivos, dirigidas en lo musical, y en parte también en lo escénico, por John Eliot Gardiner.
El británico posee un especial talento para exprimir el jugo de las efemérides. Lo hizo en el año 2000, cuando peregrinó por varios países interpretando las cantatas completas de Bach, y ahora vuelve a repetir, mutatis mutandis, aquella experiencia cuando se conmemoran los 450 años transcurridos desde el nacimiento de Monteverdi. Tampoco puede decirse que Gardiner sea precisamente un recién llegado a la música del cremonés: en el primer concierto de su Coro Monteverdi (la elección del nombre tampoco es baladí), allá por 1964, interpretó precisamente sus Vísperas, que llevaría al disco (aún con instrumentos modernos) diez años después. En 1985 llegaría su primera grabación de L’Orfeo, que, sin ser pionera, sí fue una de las primeras en utilizar criterios interpretativos historicistas. Y cuatro años más tarde grabaría de nuevo (imagen y sonido) las Vísperas en la Basílica de San Marcos.
Su Monteverdi 450 viene ya en parte rodado de otras ciudades (Aix-en-Provence, Bristol y Barcelona) y habrá de recalar en muchas otras, con fin de fiesta en Nueva York en octubre, pero es en Venecia donde el proyecto, ofrecido por primera vez en su totalidad, cobra plenamente sentido: aquí está enterrado el compositor (en I Frari, al otro lado del Gran Canal), aquí vivió los últimos 30 años de su vida y aquí nacieron y se estrenaron sus dos últimas óperas, al final mismo de su gloriosa carrera profesional. Para su presentación, Gardiner se ha decantado por una vía intermedia, o una “cosa mezzana”, como escribió Jacopo Peri en el prólogo de otra de aquellas protoóperas, L’Euridice (1600), al afirmar que el estilo con que querían imitar la representación de las tragedias en la Antigua Grecia era algo “que iba más allá del habla normal, pero que no llegaba a la melodía de una canción”. Es decir, ni versión de concierto, ni completamente representada, aunque se sitúa sin duda más cerca de esto último gracias a la presencia de vestuario (sencillo), iluminación (modesta) y a la total ausencia de partituras entre los cantantes (e incluso de varios instrumentistas), que actúan y gesticulan de principio a fin, incluidos los miembros del coro. Pero en L’Orfeo esta parquedad escénica está muy en consonancia con los humildes medios empleados en su estreno mantuano en 1607.
Firmes desde hace décadas sus credenciales monteverdianas, Gardiner es fiel a sí mismo y ofrece una versión en la que, paradójicamente, su principal defecto es un exceso de celo directorial: todo está dirigido y controlado casi en demasía y se percibe una cierta tendencia, más acusada aún en los dos primeros actos, al estatismo y al extatismo. El inglés favorece tempi marcadamente lentos, mucho más que los suyos de antaño, y el drama se desarrolla en un muy reposado “parlar cantando”, como escribió Monteverdi en 1616 a su libretista, Alessandro Striggio. Krystian Adam compone un Orfeo excelente: intenso, dolorido, sobrado de recursos y, sobre todo, creíble como ser sufriente y como músico superdotado. Hana Blažíková estuvo por debajo de su altísimo nivel habitual, quizás incómoda por la lentitud, aunque hacer que se acompañe ella misma al arpa dos de las estrofas del Prólogo, en el que encarna alegóricamente a La Música, constituye todo un hallazgo. Extraordinaria la Mensajera de Lucile Richardot, que entró cubierta por un velo por el patio de butacas sobre los acordes que tocaba al chitarrone el español Eligio Quinteiro, y magníficos la Proserpina de Francesca Boncompagni y el Plutón y Caronte de Gianluca Buratto, parte de la cuota italiana del reparto. Entre los instrumentistas, lo mejor se escuchó en la generosa sección del continuo, en la modélica arpa doble de Gwyneth Wentink y en las magníficas trompetas y trombones. Lo menos bueno, dos cornetas poco dúctiles y de sonoridad demasiado tensa.
La orquesta se sitúa sobre el escenario y no hay más atrezo que unos escalones que lo dividen simbólicamente. Gardiner se toma pequeñas licencias en su propia edición de la obra, como repetir la sinfonía que suena tras entrar Orfeo en el Hades al comienzo del tercer acto, y tiene aciertos rotundos, como restringir a solo cinco voces el coro final del segundo acto, reforzando su aire madrigalesco y acentuando así aún más su dolor. Ejerce de gran maestro de ceremonias (también en lo escénico, junto con Elsa Rooke) y parece disfrutar cada segundo de su propuesta.
Íncipits como los de “Dal mio Permesso”, “Lasciate i monti”, “Rosa del ciel”, “Ahi, caso acerbo”, “In un fiorito prato”, “Possente spirto” (“una plegaria”, en palabras de Monteverdi) o “Questi i campi di Tracia” han entrado a formar parte del imaginario operístico colectivo en igual medida que los de muchas arias de Mozart, Rossini, Verdi o Puccini. Casi nadie podrá recordar, en cambio, los de las obras de Peri o Caccini, a años luz del logro genial de su compatriota, que inició su trayectoria operística desde la cima. En L’Orfeo se exalta el poder de la Música –con mayúsculas, como el personaje del Prólogo–, el horror del infierno, la dicha del cielo. Ha llegado hasta nosotros con su capacidad de deslumbramiento intacta, los venecianos la han acogido con entusiasmo y en el patio de butacas de La Fenice se encontraban también dos de los máximos exégetas monteverdianos actuales: Ellen Rosand y Tim Carter. Tampoco faltó a la cita, por supuesto, la escritora Donna Leon, esta vez sin el comisario Brunetti, aunque se le oyó confesar al final que Monteverdi, dentro de sus apasionados gustos operísticos, le queda “demasiado temprano”. Pero fue él quien desbrozó y preparó el camino para su amado Handel. De hecho, no es descabellado afirmar que en L’Orfeo de Monteverdi se encuentra, in nuce, toda la posterior historia de la ópera.
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