El festival total
Una avalancha de conciertos y manifestaciones artísticas mantienen vivo el espíritu que imprimieron sus fundadores al Festival de Aldeburgh
70 años después de su fundación, el Festival de Aldeburgh es todo aquello que soñaron Benjamin Britten y Peter Pears, y probablemente mucho más. La parte más visible siguen siendo, claro, los conciertos, pero la oferta incluye asimismo múltiples exposiciones (la más ambiciosa y original de este verano son las instalaciones sonoras de Bill Fontana que conmemoran el medio siglo de la inauguración de The Maltings en 1967), conferencias y clases magistrales. Los diversos edificios que ha ido adquiriendo el festival en Snape y sus alrededores son también, a lo largo del año, escenario de múltiples talleres, cursos y residencias para jóvenes y todo tipo de artistas: no en vano la enseñanza y el apoyo decidido a la creatividad fueron también una preocupación constante de los fundadores del festival, que quisieron devolver así a Aldeburgh todo lo que les regaló durante años (tranquilidad e inspiración) y que, con la deuda ya saldada más que de sobra, lograron que este rincón de Suffolk siga manteniéndose como uno de los lugares culturalmente más privilegiados de la Europa rural.
Tras el pistoletazo de salida el viernes con la nueva producción de A Midsummer Night’s Dream de Britten, de la que van a ofrecerse un total de cuatro representaciones, el fin de semana se ha llenado de conciertos de todo tipo. Dos de ellos han contado con un fuerte protagonismo de la austríaca Olga Neuwirth, a la que una inoportuna enfermedad ha impedido estar presente en Aldeburgh estos días. En su trayectoria pueden detectarse no pocas concomitancias con los intereses y el modus operandi del propio Britten: su querencia natural por el ámbito operístico y por la escritura vocal, su capacidad para borrar las fronteras entre música popular y música culta, o su talento para ilustrar imágenes musicalmente. De todo ello ha habido sábado y domingo, con dos conciertos protagonizados por el contratenor Andrew Watts y la London Sinfonietta, un grupo de música contemporánea situado desde hace años en la punta de lanza internacional. El tratamiento de los textos de Goethe por parte de Neuwirth en …morphologische Fragmente…, el derroche de originalidad y comicidad de su Hommage à Klaus Numi (del que el público salió literalmente exultante y con una sonrisa de oreja a oreja) o la música ideada para tocarse durante la proyección de Maudit soit la guerre, la película que realizó Alfred Machin en 1914 y que debería programarse por doquier el año que viene en el centenario del final de la Primera Guerra Mundial, convierten a Neuwirth en una voz heterodoxa, capaz de moverse como pez en el agua en lenguajes y estilos muy alejados entre sí.
Andrew Watts, muy familiarizado con su música, cantó en ambos conciertos con sobrados recursos técnicos y, sobre todo, con un apabullante dominio escénico, imprescindible en esa sucesión de canciones del repertorio habitual de Klaus Numi en que se fundían el Barroco y el pop y que lo convirtieron en un artista de culto. Watts no se maquilló la cara de blanco para remedarlo, pero sus maneras y su gestualidad evocaron sin asomo de duda a ese intérprete único que fue el cantante alemán. Dirigida con enorme sobriedad y eficacia por Gerry Cornelius, y con presencia de samplers y guitarras eléctricas, la London Sinfonietta tocó al máximo nivel y no puede dejar de hacerse mención de la presencia al sintetizador, disfrutando como un niño pequeño, de John Constable, aún en plena forma después de medio siglo sobre los escenarios tocando todo tipo de instrumentos de teclado. Al igual que sucedió hace pocas semanas con el cornetista Jeremy West en un concierto en Madrid, ver a John Constable aún felizmente en activo produce la sensación de que el tiempo se ha detenido.
Una oferta inacabable
Dos versiones de concierto de la ópera Billy Budd servirán para cerrar, los días 24 y 25 de junio, esta 70ª edición del Festival de Aldeburgh. Sobre el papel revisten especial interés el recital del anterior director artístico del festival, el pianista francés Pierre-Laurent Aimard, que tocará un originalísimo programa integrado únicamente por danzas, de Bach a Bartók, el viernes 16. Piotr Anderszewski volverá a The Maltings, esta vez con un recital en solitario, el día 13 y la soprano Claire Booth ofrecerá seis representaciones de La voix humaine, la genial invención de Francis Poulenc y Jean Cocteau, con un piano pregrabado. El fin de semana llegará la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Birmingham con su flamante directora, Mirga Gražintė-Tyla: entre las obras programadas figuran The Building of the House, la obra de Britten con que se inauguró la sala de conciertos de The Maltings hace 50 años, y el Concierto para viola de Jörg Widmann, con Antoine Tamestit como solista. Y en la segunda semana destacan los tres conciertos confiados a Vox Luminis, que culminarán con la infrecuente King Arthur de Purcell el próximo día 22. Además, presencia constante de intérpretes tanto jóvenes como veteranos (Roger Vignoles, Mark Padmore, Oliver Knussen, Steven Isserlis), música antigua y moderna, vocal e instrumental, además de paseos programados por entornos naturales cercanos: lo que siempre hicieron y quisieron Peter Pears y Benjamin Britten.
Dos conciertos (uno en la sala grande de The Maltings y otro en el Britten Studio, ambos con las entradas agotadas) han servido para constatar que el Cuarteto Belcea es, sin duda, uno de los grandes conjuntos de cámara de la actualidad. Tras varios cambios de plantilla que afectaron notoriamente al rendimiento del grupo que lidera Corina Belcea, el cuarteto parece haber dado por fin con la imprescindible estabilidad y madurez. Aunque la violinista rumana sigue ejerciendo un indisimulado liderazgo, la llegada de Axel Schacher y Antoine Lederlin ha equilibrado mucho las fuerzas, hasta el punto de que resulta difícil escuchar hoy día a un cuarteto en el que funcione mejor el delicado juego de pesos y contrapesos que se requiere para abordar con garantías un repertorio extraordinariamente exigente. En el Cuarteto op. 20 núm. 4 de Haydn y el Quinteto con clarinete de Mozart mostraron su dominio del repertorio clásico; en el Cuarteto núm. 3 y el Quinteto con piano de Shostakóvich quedó patente su afinidad con el lenguaje musical del ruso; y con el Cuarteto núm. 3 de Britten, que se estrenó en la misma sala en que acaba de tocarlo el Belcea en diciembre de 1976, tan solo dos semanas después de la muerte del compositor, acabaron de completar sus credenciales. La obra fue escrita para el Cuarteto Amadeus, que fue el que lo estrenó y que, para cerrar el círculo, fue también uno de los primeros mentores del Belcea en sus comienzos. Es posible que el Cuarteto Arcanto haya sabido imprimir más intensidad a su lectura, o que el Amadeus, por razones obvias, lograra infundirle mayor emoción, pero la versión del Belcea de esta página testamentaria ha sido inatacable, con el broche de oro de una passacaglia final (el homenaje postrero de Britten a su amada Venecia y poco menos que su adiós a la vida) que dejó al público con un nudo en la garganta.
El Belcea contó con dos compañeros de viaje excepcionales para la interpretación de los Quintetos de Mozart y Shostakóvich: el clarinetista Jörg Widmann y el pianista Piotr Anderszewski. El primero tocó también en solitario sus Drei Schattentänze, un prodigio de inventiva y, en la Danse africaine final, con el clarinete reconvertido casi en un instrumento de percusión, de comicidad. Apenas hubo comunicación visual entre el pianista polaco y el cuarteto, pero la versión que escuchamos del Quinteto con piano de Shostakóvich –una obra llena de dobleces y elementos antitéticos– fue, de principio a fin, irreprochable, técnica y musicalmente.
Esta crónica a vuelapluma concluye con una breve referencia al concierto que ofreció el sábado en la iglesia de Orford el grupo vocal EXAUDI, con un programa centrado en el cromatismo en ocasiones desaforado de los madrigales de Lasso, Rore, Marenzio, Luzzaschi y, sobre todo, el teórico Nicolà Vicentino, que experimentó con una octava integrada no por 12, sino por nada menos que 31 notas diferentes, convirtiendo sus piezas en verdaderos anticipos de la moderna microtonalidad. El director del grupo, James Weeks, explicó todas estas argucias técnicas de un modo asequible y, como buen británico, con enorme sentido práctico y ejemplos cantados por él mismo. La mayor sorpresa del concierto no fueron, sin embargo, esa acumulación de inusuales disonancias (“¡Afilen el oído!”, pidió el director al público), sino el estreno mundial de varios madrigales del “primer libro” del propio Weeks, originalísimos e interpretados genialmente por sus siete cantantes, entre los que hay que destacar a la magnífica mezzosoprano Lucy Goddard, un lujo para un grupo vocal de estas características. Britten y Pears, que amaban la música y las palabras, habrían disfrutado enormemente durante las dos horas largas de este concierto celebrado en un pueblo que prestó su nombre a la protagonista femenina de Peter Grimes.
Babelia
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