Saúl
La película de László Nemes me hizo pensar en la imagen arquetípica de la ‘Pietà’
A Saúl Ausländer, un judío húngaro recluido en Auschwitz, le es asignada la siniestra labor de acompañar a sus desprevenidos congéneres a las cámaras de gas disfrazadas de higiénicas duchas, y, tras la ejecución de los mismos, husmear entre sus despojos, para después conducir la pila de cadáveres a los hornos crematorios. La acción discurre en 1944, cuando ya se aplica sin miramientos la llamada “solución final”. Embrutecido, como el resto de compañeros empeñados en esa tarea, realiza el trabajo con aparente indiferencia mecánica, hasta que, cierto día, descubre que un adolescente entre los ejecutados conserva un precario hálito de vida. Traumatizado por el hallazgo de quien decide en ese instante que es su propio hijo, intenta, primero, que escape de la muerte, y, cuando fracasa, secuestra el cadáver con la intención de que un rabino le rece las preces debidas para enterrarlo adecuadamente.
En este loco empeño, desoye los consejos de sus camaradas, que, además, en ese momento crítico, viéndolas venir, traman una desesperada rebelión. Pero Saúl, dando tumbos de un lado a otro con su cadáver a cuestas, no ceja en su misión redentora. Al contemplar estas tribulaciones, narradas en el filme El hijo de Saúl (2015), del cineasta húngaro László Nemes, pensé que la actitud de este enajenado judío se correspondía con la imagen arquetípica de la Pietà, cuando María carga sobre su regazo el cuerpo inerte de su hijo crucificado. También rememoré la figura del malhadado rey Saúl, cuya existencia se vio trágicamente enredada por otro adolescente adoptivo, el celebrado David, su imprevisto sucesor en el trono.
Cuando consultas cualquier exégesis bíblica en busca de más información sobre Saúl, el primer rey israelita ungido por el profeta Samuel, es normal que se te remita a la voz David, el cual, a diferencia del primero, se considera un antecesor genealógico de Cristo. Por lo demás salvo en muy contadas excepciones, la representación artística de Saúl se complace en mostrar su atrabiliario carácter impredecible, entre otros múltiples defectos, aunque fuese él quien promocionó a David, causa de su propia destrucción.
Sean cuales sean los arquetipos históricos que arropan la acción desesperada del desdichado Saúl Ausländer, lo que tiene ésta de ejemplar trasciende su trágica epopeya, en sí misma muy capaz de redimirlo a él, a la inmensa grey de desventurados y a todos nosotros, al margen de lo que la vida mortal nos haya deparado. Porque lo que nos enseña la acción redentora de este infeliz judío aprisionado es lo que tiene de irrebatible la dignidad de ser humano: hallar, en las condiciones adversas más extremas, la revelación del amor por el otro, ante cuyo piadoso abrazo nuestra existencia se ilumina con pleno sentido, nos pase lo que nos pase.
Babelia
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