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ÓPERA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Nuevos tiempos

Joyce DiDonato anima en su recital a encontrar la paz y la armonía por medio de la música

Luis Gago
Joyce DiDonato, anoche en el Teatro Real.
Joyce DiDonato, anoche en el Teatro Real.Javier del Real

Fresco aún en la memoria el recital de Diana Damrau, acaba de tomarle el relevo en idéntico escenario la estadounidense Joyce DiDonato. Ni por tipología vocal, ni por afinidad de repertorio, ni por personalidad (musical y escénica), cabe establecer demasiados paralelismos entre una y otra cantante más allá de su condición de estrellas refulgentes del mundo operístico actual: ambas han conseguido llenar el Teatro Real, lo que no es fácil. Sin embargo, nos han visitado impulsadas por un propósito similar: promocionar de forma más o menos solapada sus últimos trabajos discográficos. El de Damrau busca reivindicar la figura semiolvidada de Giacomo Meyerbeer y rememorar la época de la grand opéra, mientras que el de DiDonato es una propuesta comercialmente más sofisticada, más personal, con un vago propósito utilitarista, fruto de espigar en el repertorio barroco −uno de sus predilectos− arias con un contexto bélico y pacífico, una dicotomía no muy alejada de los madrigales “guerreros y amorosos” (1638) que integran el Libro Octavo de Claudio Monteverdi.

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La idea es, pues, antigua, muy antigua, pero la presentación es inequívocamente moderna: más allá de un recital al uso, hay implicados también un director de escena, un bailarín/coreógrafo, un iluminador, un diseñador de vídeo y un vestuario diseñado específicamente por Viviene Westwood y Lasha Rostobaia, además de la propia DiDonato al frente de todo el proyecto como “directora ejecutiva”. Damrau debió de ensayar en Madrid lo estrictamente imprescindible, mientras que su colega ha recalado aquí (y lo hará en los próximos días en Barcelona, Oviedo, Dublín y Praga) con el pack al completo: todo llega sobradamente testado en muchas otras salas, perfectamente precocinado, envasado al vacío y listo para ser consumido, a falta tan solo de que la estadounidense −que debe de sentirse más cómoda sobre un escenario que en su propia casa− despliegue toda su sabiduría teatral, derroche su simpatía natural, haga gala de su extraordinaria musicalidad y disfrute y haga disfrutar con el esplendor actual de su voz.

DiDonato y el bailarín Manuel Palazzo, descalzos, se encuentran ya en el escenario, inmóviles, cuando el público empieza a ocupar sus asientos. La orquesta entra a oscuras y a partir de ahí, con interrupciones provocadas solo por los aplausos de los más entusiastas, va sirviéndose, plato tras plato, el menú, mucho más generoso en el apartado vocal que el ofrecido por Damrau, ya que los inevitables interludios instrumentales se ven reducidos casi al mínimo: la breve sinfonía que cierra el primer acto de la Rappresentatione di Anima, et di Corpo, el oratorio fundacional de Cavalieri, reconvertida aquí en un diálogo (inexistente en el original) entre violín y corneta; una chacona a tres voces de Purcell; un responsorio de Jueves Santo de Gesualdo (transcrito para seis instrumentos); y la versión para orquesta de cuerda de Da pacem, Domine, de Arvo Pärt, una pieza en la que recurre a su característica técnica de tintinnabuli y la que, con su estatismo armónico y su mensaje místico-religioso, mejor encaja quizá con el vago andamiaje conceptual de la propuesta de DiDonato.

Obras de Handel, Leo, Cavalieri y Purcell, entre otros. Joyce DiDonato (mezzosoprano) e Il Pomo d’Oro. Director: Maksim Emelianichev. Teatro Real, 2 de junio.

En cuanto a la distribución de las arias (adscritas a la guerra en la primera, a la paz en la segunda), muchas decisiones parecen, cuando menos, arbitrarias, hasta el punto de que alguna que figura en el propio disco de DiDonato como bélica (la de The Indian Queen, de Purcell, “They tell us that you mighty powers”) aquí se ha tornado pacífica, abriendo la segunda parte. El aria de Orazia, la princesa inca, no es probablemente ni una cosa ni la contraria, pero había de caer a la fuerza de uno u otro lado. Más allá de estas minucias, el orden del menú está bien planteado, como revela la presencia de Sol menor en la secuencia formada por la chacona instrumental de Purcell, el lamento de Dido y un aria de la Agrippina de Handel (“Pensieri, voi mi tormentate”). Di Donato aprovecha también para incluir arias famosas y de seguro impacto emocional (la primera parte se cierra con la inevitable “Lascia ch’io pianga” de Rinaldo), otras de lucimiento (“Augelletti, che cantate”, recreada con enormes libertades por DiDonato y la flautista Anna Fusek) o bravura (“Da tempeste il legno infranto” de Handel o “Par che di Giubilo” de Jommelli, regalada como primera propina), sin olvidarse de joyas menos frecuentadas (“Crystal streams in murmurs flowing”, de Susannah, con la que es imposible no recordar a otra gran handeliana estadounidense, la muy añorada Lorraine Hunt Lieberson).

DiDonato domina por igual el registro lento y expresivo y el rápido y virtuosístico. Su completísima técnica (nada que ver, por ejemplo, sus trinos perfectos y rotundos con los muy mejorables de Damrau) y su privilegiado instrumento le permiten abordar sin aparente esfuerzo la totalidad de este programa, que ella ha decidido envolver con discretos movimientos coreográficos del bailarín Manuel Palazzo, acompañar de algunos vídeos irrelevantes, iluminar tenuemente y presentar en una leve propuesta escénica. Ninguno de estos aditamentos aporta nada especialmente sustancial a lo que hubiera sido un recital tradicional. La cantante estuvo muy bien acompañada por Il Pomo d’Oro, que conserva aún la energía y el empuje de su fundador, el violinista Riccardo Minasi, con dirección del clavecinista −y, en Cavalieri, también cornetista− Maksim Emelianichev, un músico que por su talento, sus maneras y su gusto por los extremos recuerda vagamente a Theodor Currentzis. Y tras un discurso final sincero, micrófono en mano, sobre el trasfondo de su proyecto (que más que entre guerra y paz bascula entre optimismo y pesimismo, lucha y resignación, rabia y serenidad) y sobre la desazón que le produce lo que está sucediendo en su país, cantó como segunda propina y adiós definitivo su muy querida Morgen, la esperanzadora canción de Richard Strauss que sonó un tanto extraña en su interpretación con instrumentos barrocos, pero que sirvió para dar el último barniz de posmodernismo al concierto de la mezzosoprano de Kansas. Si el recital de Diana Damrau rememoraba épocas pasadas, el que se escuchó el viernes en el Teatro Real ha anunciado probablemente tiempos futuros.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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