La Bella y la Bestia
Solange y Aphex Twin mostraron dos de las caras opuestas del Primavera Sound
En la variedad está el gusto, dice el sentir popular, y en la primera jornada completa del Primavera Sound este aserto se ejemplificó de manera radical en dos de las actuaciones el tramo nocturno de la jornada. Puestos a aislar dos propuestas tan disímiles como la patada y la caricia, Aphex Twin, a una hora ya de delito, con los primeros asistentes al festival alfombrando con sus cuerpos agotados el asfalto de la explanada principal, tirados y derrotados por, digamos, el cansancio, propinó una actuación abrasiva en línea con su fama de niño terrible de la electrónica. El extremo opuesto lo había expuesto horas antes Solange, con una actuación delicadísima y un espectáculo sofisticado que al mismo tiempo parecía sencillo en su vaporosa arquitectura de colores. Dos músicas, la electrónica y la negra, que junto al hip-hop quieren ganar protagonismo en un festival de chicos blancos que tocan la guitarra.
Lo de Solange ya fue de otros mundos, un espectáculo de los que no se ven por aquí, un tipo de montaje que no menudea y que hay que agradecer al Primavera Sound haya acercado a nuestro país jugándose el cuello, pues ya se sabe, y sino que se lo pregunten a Frank Ocean, que este perfil de estrellas vive en su propio mundo de impulsos, lejos de las leyes de los hombres, que decían El Último de la Fila. Y lo Solange, la hermana sutil y flexible de la titánica Beyoncé, mucho más física y marmórea, fue de pasmo tanto en lo musical como en lo estético, y en ambos niveles mantuvo un nivel de elegancia inusitado. Se comprobó desde el principio, cuando los músicos, vestidos en tonos rojos, esperaron un buen rato en escena a la estrella. Esta apareció como una emperatriz de la antigüedad, todo pausa, comedimiento, responsable de ofrecer una imagen de divinidad a los mortales que la veían. Su rostro, serio, esculpido en un gesto de distancia, parecía regatear hasta el pestañeo. Y entonces sonó la música y una coreografía de gestos simples imprimió movimiento a los seis músicos, dos de ellos metales, y a las dos coristas. Da igual el nombre de la canción que sonase, pues todas se iban encadenando en una suite tenue en la que el ritmo, presente, se podía bailar manteniendo una copa pompadour en la mano sin derramar el champán. Sí, era baile, sí era soul urbano, pero todo era para adentro, música no físicamente expansiva, sino contenida como los gestos de una geisha, suaves como un movimiento de aikido, armoniosa como un canto espiritual.
Esta contención musical, este rhythm and blues aspirado, vaporoso, tuvo una plasmación visual no menos distinguida. El escenario era limpio, y los colores que le daban realce mantenían un mismo tono, iniciándose en rojo para lentamente ir mutando hacia los azules sin dejar de fondo el trasfondo rojizo dominante en toda la actuación. Pero nada, como la propia música, era brusco, todo pasaba poco a poco, sin que el ojo, como el mismo oído con las canciones, notase apenas la variación. Lástima que la realización de vídeo de las pantallas no estuviese a la altura, perdiéndose la pausa de los movimientos de los músicos y sus coreografías así como el rostro de la propia Solange, casi siempre tomado de lado, en favor de insulsos planos bobalicones del público. Una verdadera lástima. Como el parloteo del público que dificultaba dejarse secuestrar por aquella acumulación de detalles leves. Es el problema de los festivales, el público, a diferencia de un concierto, no está allí por un solo artista y le cuesta mantenerse alejado del parloteo.
Después de Solange no había nada que pudiese encajar en el programa. Darse una vuelta por el escenario donde Afghan Wings descerrajaban su rock con aromas soul era chorizo de cantimpalo tras sushi: incompatible. Los gritos airados de Greg Dulli eran como los golpes que los simios de Kubrick propinaban con las tibias, era como ver bailar una jota tras contemplar el hieratismo de una cariátide. Y eso que la banda de Cincinnati llevaban metales, eso sí, no eran utilizados con la retención de los de Solange, y violín, y cello, pero no dejaba de ser chorizo, pura testosterona y sudor. Y no es que sea malo el embutido, es que un festival, en su variedad, puede ofrecer menús antitéticos.
Más tarde, con el tiempo jugando a favor de la vuelta al planeta Primavera, Kate Tempest volvió a imponer el grito rimado como pauta de su discurso. La palabra en el centro del ritmo, la crítica airada a una sociedad fútil, banal, estúpida y corrompida por el hedonismo del selfie fue el blanco de los dardos de Kate, secundada por dos teclistas y un batería. Y el sentido y fuerza de la británica iban más allá de su idioma, pues su intención se mostraba diáfana en el ansia de sus palabras, su empeño era tan meridiano que no era imprescindible la traducción: hay intenciones que se dicen solas con el tono. Tampoco un inglés necesita entender a los flamencos cuando se duelen para saber que se están quejando. Poco más o menos, pero aún más a lo bestia, ocurrió con Death Grips y su aquelarre de hip-hop, noise, y efluvios industriales. Una verdadera tormenta de ruido que solo una sociedad crispada puede producir.
Y para postre, el más “enfermo” de los pacientes del Primavera, Richard D James, alias Aphex Twin. Dígase de entrada que su actuación no tuvo el veneno de otras vistas hace años, puede que porque se esté haciendo mayor o puede porque los tiempos han dado más argumentos y mala intención a otros para hacer música aún más tensa, airada y crispada. Para entendernos, Aphex Twin, cuya música apenas se podía bailar a menos de arriesgarse a tener un esguince generalizado, ofreció en el Primavera instantes incluso de techno, y para bailar otros pasajes no era necesario haber recurrido a las ayudas. Sí, es cierto, había aristas, cambios bruscos de tonalidades, serrerías industriales chirriantes, golpes de subgraves, cajas de ritmo dislocadas, pero al mismo tiempo pareció que solo era el reflejo de lo que oímos los ciudadanos en un día cualquiera, no había nada desasosegante, nada que intimidase, nada que hiciese pensar en que lo que sonaba era fruto de una mente perversa, lo que siempre ha sido Richard D James. Además, el espectáculo visual fue tirando a pobre, escasamente imaginativo y de nuevo redundante en esa manía de este año de mostrar las caras del público. Eso sí, llegado un momento estas caras vieron cómo se superponía el rostro desfigurado del Richard D James de sus épocas de gloria en los noventa, esa especie de monstruo insano que en el Primavera no lo pareció tanto.
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