Por qué Caperucita era roja y otros misterios de los colores
El historiador y antropólogo francés analiza el factor cromático para descubrir la importancia de la paleta en la literatura y la vida
1 En el metro londinense
Londres, otoño de 2004. Llueve. He ido al Museo Británico a estudiar de nuevo las famosas piezas de ajedrez medieval que se hallaron en la isla de Lewis, pero el restaurador con quien había quedado no está allí. Tengo por delante tres horas de libertad. Decido ir a visitar una exposición sobre la historia del metro londinense en Somerset House. Se trata de una presentación sobria, constituida en su mayor parte de fotografías. Para sorpresa mía, en estas últimas, el color aparece a finales de los años treinta y se vuelve frecuente 20 años más tarde. A partir de los años setenta, las fotos en color son incluso más numerosas que en blanco y negro. Se ve a los viajeros en las taquillas, en las escaleras, en los pasillos, en los andenes, en los vagones. Su ropa resulta bien visible y en ocasiones permite distinguir las clases sociales.
Para el historiador, tales fotografías constituyen un preciado documento: demuestran que en seis o siete décadas apenas han cambiado los colores de la ropa. La forma sí. Aquí no se saca a relucir la moda, sino la vida cotidiana, es decir, la ropa que llevaba realmente la población londinense. Se trate de 1940, 1960, 1980 o 2000, son siempre los mismos colores. Siempre. Predominan claramente el negro, el gris, el azul, el beis y el marrón. El blanco y el verde son poco frecuentes, y el rojo, menos aún. Y el amarillo, el violeta, el rosa y el naranja brillan por su ausencia. La paleta es idéntica para los dos sexos, para todas las categorías de edad, para las diferentes clases sociales e incluso para las cuatro estaciones.
Probablemente tengamos una imagen falsa de nuestra indumentaria. Creemos que el discurso de la moda influye en nuestra elección, nuestros gustos y nuestros comportamientos. Pero basta observar a los transeúntes por la calle, a los clientes de una tienda, a los pasajeros del autobús o del metro. La impresión de uniformidad cromática salta a la vista. Todo es negro, gris, marrón, beis, blanco o azul. Un poco más negro y gris en invierno, un poco más azul y blanco en verano. En cuanto alguien —normalmente una mujer— lleva rojo, amarillo o violeta, marca una diferencia y se hace notar. De la misma manera, cuando viajamos fuera de Europa, en las grandes urbes de Asia, de África o de América del Sur, bastan unos segundos para que el espectáculo callejero nos haga sentir hasta qué punto difiere la paleta indumentaria de las grandes ciudades europeas: más viva, más abigarrada, más agresiva.
Espero que los historiadores del futuro no sean tan ingenuos como para pensar que en el siglo XXI vestimos como en las revistas de moda
Existen multitud de razones para tales diferencias de paleta. No obstante, dos me parecen evidentes para comprender la uniformidad y la constancia del atuendo europeo. Por una parte, nadie renueva su guardarropa de una vez; por el contrario, cada uno de nosotros, cada vez que compra una prenda, intenta casarla con las que ya posee; de este modo, los colores evolucionan poco. Por otra, contrariamente a lo que a veces creen algunos estilistas o sociólogos, las personas que intentan no llamar la atención con su ropa son mucho más numerosas que las que sí.
Pienso a menudo en los historiadores del futuro, en los que dentro de 200 o 300 años trabajarán en la historia de la vestimenta en Europa a principios del siglo XXI. Entre su abundante documentación se hallarán nuestras revistas de moda. Espero que no sean tan ingenuos como para creer que en 2010 nos vestíamos como en las fotos de las revistas. En la vida cotidiana nadie se viste así. Se trata del imaginario de la ropa, no de la ropa que se lleva. Lo mismo ocurre con los documentos que nos ha dejado el pasado. En la Edad Media las vidrieras, los tapices, las miniaturas, las pinturas murales y muchos otros testimonios figurados nos dan a conocer un gran número de prendas. Pero no seamos tan ingenuos como para creer que la ropa que se llevaba en determinada época era idéntica a la que nos muestran el imaginario. No lo era.
2 ‘Caperucita Roja’
En una época en la que las imágenes en color eran menos frecuentes que hoy día, los libros para niños constituían una reserva cromática inagotable. No solo por las imágenes, además: los títulos contaban frecuentemente con un término de color, como si el sintagma “nombre de animal + término de color” constituyera una estrategia de seducción para captar la atención de un niño (o de sus padres) y vender el libro: El conejo azul, La vaca naranja, El pato amarillo, El osito marrón.
En Caperucita Roja, la pregunta esencial tiene que ver con el color: ¿por qué una caperuza roja? Pocos investigadores se han planteado esa pregunta, a pesar de que se trata de un cuento muy estudiado, que se remonta a la cultura oral de la Edad Media occidental. Pero el problema del color no se aclara. Podríamos proponer algunas explicaciones banalmente simbólicas de inmediato: el rojo anuncia la crueldad del lobo, el asesinato de la abuela, la sangre derramada. Es algo limitado, aun afirmando que el lobo es el diablo. Por el contrario, la idea de que la prenda roja es una capellina mágica, una especie de Tarnkappe que protegerá a la niña de la crueldad del lobo, no es falsa, pero sí insuficiente. A riesgo de ser ligeramente anacrónico, se podría aventurar una interpretación más psicoanalítica. Ese rojo sería sexualidad: la niña, al filo de la pubertad, en realidad tiene muchas ganas de meterse en la cama con el lobo. Se trata de una interpretación moderna, que ha tentado a varios exégetas, sobre todo a Bruno Bettelheim. Pero ¿posee el rojo una connotación sexual en la simbología medieval? No estoy seguro.
Las explicaciones de tipo histórico parecen gozar de unos cimientos más sólidos, pero también nos dejan a medias. Vestir a los niños de rojo es una práctica que se remonta muy lejos, sobre todo en un entorno campesino: quizá el origen de la prenda roja de la niña se halle simplemente ahí. A no ser que se ponga sus mejores galas, es decir, una prenda roja, como ocurre a menudo en la Edad Media con el sexo femenino, para ir a casa de su abuela. O bien el rojo se debe al día particular en el que se desarrolla la trágica historia, el día de Pentecostés, una de las mayores fiestas cristianas del año: ese día se celebra el Espíritu Santo, y tanto en la iglesia como fuera de ella todo está decorado de rojo, color litúrgico y simbólico del espíritu. La versión más antigua del cuento (alrededor del año 1000), por su parte, no dice que se hallen en el día de Pentecostés, sino que la niña nació un día de Pentecostés: en consecuencia, estaría consagrada al color rojo.
Para la erudición, esta última explicación es ciertamente la correcta, pero hay que reconocer que nos decepciona un poco. No quedan, pues, más que explicaciones de orden semiológico, que se basan en la estructura del cuento y en la distribución ternaria de los colores. En efecto, el rojo no debe contemplarse solo, sino en relación con el resto de colores, sean nombrados o sugeridos: la niña vestida de rojo lleva un tarro de mantequilla blanco a una abuela vestida de negro (y por eso la sustitución de la abuela por el lobo en la cama no cambia nada en el color del destinatario). Ahí encontramos los tres colores “polares” de las culturas antiguas, alrededor de los cuales se articulan la mayor parte de los cuentos y las fábulas que sacan a escena el color. En la fábula del cuervo y la zorra, por ejemplo, un cuervo negro suelta un queso blanco del que se apropia un zorro rojo. Y en Blancanieves una bruja negra ofrece una manzana roja envenenada a una joven blanca. La distribución de los colores varía, pero su circulación se construye siempre alrededor de los tres polos cromáticos y simbólicos: blanco, rojo, negro.
Extracto de ‘Los colores de nuestros recuerdos’ (Periférica), que sale a la venta el 23 de mayo
Traducción de Laura Salas Rodríguez
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