En la tumba de Pedro Páramo
Viaje al pueblo mexicano que inspiró la obra maestra de Rulfo
Lupe Mundo saca tres paladas de tierra, se detiene y aprieta su cara seca y arrugada como una cáscara de nuez.
–Ahí abajito está el difunto–dice el enterrador de San Gabriel.
No recuerda cuántos años lleva limpiando tumbas ni cuál es el nombre del difunto. Un enterrador con huecos en la memoria y con un apellido metafórico y redondo. Mundo podría ser él mismo un personaje de Pedro Páramo, y ahí abajito podría transcurrir toda la novela entera. San Gabriel, el pueblo donde Juan Rulfo vivió de niño, es el escenario más parecido al pueblo imaginario de Comala, un purgatorio de almas pobres, un pueblo donde hablaban los muertos.
Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos.
A tres calles del cementerio, María Soledad Ramírez Vizcaíno, una sobrina segunda de Rulfo, recuerda en el patio de su casa lo que pensaba su abuelo Vicente sobre la novela: “Me da gusto que Juan sea famoso. Pero siento que lo que escribía eran puras mariguanadas, pues yo no entiendo lo que dice del pueblo”.
La perplejidad de Vicente la resuelve el catedrático Alberto Vital en su biografía canónica: “La ficción de Rulfo registra flujos subterráneos de México y San Gabriel representa sinécdoques, partes que contienen los elementos más comunes del conjunto”. Hay nombres, lugares y descripciones que coinciden con la tierra de la que se marchó a los 10 años después de morir sus padres. La tierra a la que volvería y volvería y en la que están ambientadas todas sus narraciones, pero no de manera literal. El Jalisco de sus novelas es una realidad decantada por la imaginación literaria.
La familia Pérez Rulfo Vizcaíno eran unos hacendados importantes que vieron cómo la Revolución y la guerra Cristera fueron devorando poco a poco sus vidas y sus propiedades. Hoy en San Gabriel el rastro familiar del escritor se pierde más allá de la casa de María Soledad.
“Cuando murieron los papás, mi bisabuelo mandó a los hermanos a estudiar fuera del pueblo porque el colegio de curas había cerrado por la revuelta. Mi tía Carmela no aguantó allí encerrada y murió de tristeza”, dice la sobrina, sentada junto a una tina de barro con una inscripción: San Gabriel 1873.
Para el que va, sube; para el que viene, baja
Antes de morir, la madre de Juan Preciado, el protagonista de la novela, había indicado a su hijo que bajando por el puerto de Los Colimotes encontraría el pueblo de su padre.
¿Como dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo? Comala, Señor
El puerto de Los Colimotes es una de las entradas más antiguas a San Gabriel, un paso de ganado y viajeros a pie o a caballo. Empinada, una vereda de tierra de metro y medio con huellas de herradura deja a la izquierda la sierra madre Occidental y a la derecha, el cerro viejo y el cerrito de la cruz. Debajo, se abre la puerta de entrada al Llano Grande, el pueblo de San Gabriel.
A Juan Preciado, la llanura le pareció una laguna transparente deshecha en vapores. Es primavera y a media tarde el sol todavía golpea a 30 grados en la boca del llano. El pueblo es blanco alrededor de la iglesia y marrón como la tierra en las afueras. El camino está rodeado de mezquites, cactus pitayeros y acacias: plantas con espinas.
“Siempre reconoce uno el ombligo que Dios le dio”, dice Jaime Sedano, 68 años. Botas y bigote ranchero, es uno de tantos vecinos que regresaron, en su caso, después de tres décadas trabajando como zapatero en California. Porque los fantasmas de Rulfo también son las ausencias de los migrantes mexicanos.
Sedano dice además ser “de los pocos en el pueblo” que ha “leído y leído Pedro Páramo buscando qué quiere decir”.
¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco?
–Ese es el picudo
Pues detrasito está la Media Luna.
–Esa es una cejita de la sierra que parece una luna menguante.
El juego de analogías entre la obra y el pueblo llega a su propio apellido. Fulgor Sedano es la mano derecha y el administrador de la finca de Pedro Páramo, el cacique y el patriarca de Comala. Todos éramos hijos de Pedro Páramo
“Chaparrito y pelón, pero con mucho carácter y con mucho dinero”. Así recuerda Jaime a su padre: Lucio Sedano, que ahora tendría unos 100 años como Rulfo y que también fue el administrador de una finca. “En el libro cambió nombres. Yo imagino que a mi padre le puso Fulgor por la luz de Lucio”.
Un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna
La Media Luna es entonces esa cejita del cerro y, trasformada en literatura, también es la hacienda, los dominios –toda la tierra que se puede abarcar con la mirada– de Pedro Páramo.
Montado en un jeep gris, Luis Gabriel Ramos cruza el portón de madera de la hacienda de su familia. “Era una de las más bonitas del pueblo”, dice sin bajar del coche. Hace unos meses su hermano dejó entrar a unos hombres que estaban interesados en comprarla. “Les dio quebrada y tumbaron todo. Arrancaron hasta las molduras de las puertas porque pensaban que había dinero. Estaban bien locos, los cabrones”. En los pasillos unas sillas de montar cuelgan de una cuerda. Entre el corral y el patio para asolear el grano, sobre un muro de ladrillo, hay una cruz de madera de mezquite, medio tumbada, como vencida por el sol y polvo.
Ramos ha intentado enderezarla, pero su hermano le dijo:
–Así se queda hasta que se acabe
–¿Cuánto lleva abandonada esta hacienda?
–Desde que murió mi padre ya nadie le ha metido mano
Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas.
Pero pasaron años y años y él seguía vivo, siempre allí
Como un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna
Me mataron los murmullos
No hay consenso en San Gabriel sobre la casa de Eduviges Dyada, la anciana que acoge a Juan Preciado al llegar al pueblo y que lleva una virgen colgada del pecho con el letrero: Refugio de pecadores.
El libro dice: andando por la calle real, al cruzar una bocacalle, la casa que está junto al puente. Pues no está claro a qué lado del puente. Los familiares del Rulfo sostienen que es a la derecha, porque allí vivió una antigua tía del escritor. El ayuntamiento, que organiza cada año un escueto recorrido rulfiano, asegura que es a la izquierda, una actual tienda de artesanía que antes había sido un hostal.
Si el ayuntamiento tiene razón, en el cuarto vacío y sin puertas donde el protagonista pasa una noche escuchando los lamentos de un ahorcado, ahora hay 57 cristos en miniatura colgados en la pared.
El cura Ireneo Monroy escapó de San Gabriel en los años 30 pero dejó escondida su biblioteca en la casa de enfrente a la iglesia: la casa de la familia Rulfo. Allí, el niño descubrió a Dumas, Víctor Hugo, Buffalo Bill. “Todo eso lo leí yo a los 10 años, me pasaba todo el día leyendo, no podía salir a la calle porque te podía tocar un balazo. Yo oía muchos balazos. Después de algún combate entre los federales y los cristeros había colgados en todos los postes”, reconoció muchos años más tarde el propio escritor.
Del mismo color de la iglesia, blanca y roja, con las ventanas enrejadas en negro y tres moños negros colocados encima de cada una de las tres puertas, la casa no se abre desde que murió su última propietaria. “Mi abuela –cuenta la sobrina del escritor– se la vendió a la familia Ramírez Marcos, y al morir la madre dijo que no podía entrar nadie hasta dos años después de su muerte”.
Al cruzar la bocacalle vi una señora envuelta en un rebozo que desapareció como si no existiera
Olivia Cruz Sepúlveda tiene 42 años y aún recuerda cuando su abuela se ponía el rebozo para ir a la misa de las 7 de la mañana, pero nunca ha visto que desapareciera ninguna señora.
–Eso yo no lo he visto. ¿Qué quiere, que me desmaye?
A Juan Preciado le mataron los murmullos de Comala. Pueblo chico, infierno grande. En San Gabriel hoy continúan los murmullos:
–Pues los pobres trabajando y los ricos mirando
–En el seminario nos besaban la mano, nos daban pollito
–Yo llevo una vida bien perrona
–Huele a puerquito, huele a puro dinero
–Estamos amolados, estamos tristes
–Hubo mujeres bonitas que se quedaron de cotorras esperando a su príncipe
–No quedó nadie, nos comíamos los unos a los otros
–Mi tío se bañaba desnudo en dinero, se aventaba monedas y billetes
–Estas es Carmela, la que se murió de tristeza
¿Cómo se va uno de aquí?
Al despertar, Juan Preciado le preguntó a dos hermanos que dormían juntos cómo se salía de Comala. La hermana le explicó que, como en San Gabriel, hay multitud de caminos: Uno va para Contla, o para Tolimán, otro que viene de allá, ese llega a Ciudad Guzmán. Otro más que enfila derecho a la sierra, el de Tonaya. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos. Hasta el mar.
Ni Juan Preciado ni nadie puede sin embargo salir de Comala porque no existe. En Comala no vive nadie y vivimos todos. Comala es un mito.
En el mapa simbólico de la novela, la elección del nombre también está imantada de significados. Comala puede asociarse a comal: “el lugar del comal”, unas planchas de barro cocido muy populares en la cocina tradicional mexicana. Los comales se ponen encima del fuego, alcanzan altísimas temperaturas y allí se tuestan las quesadillas o las gorditas. Los comales son circulares, como el tiempo del mito; y contienen fuego, como los volcanes. San Gabriel es una llanura rodeada de cuatro pequeños volcanes.
Hay un Comala geográficamente real, en el Estado vecino de Colima, a una hora y media en coche de San Gabriel. Es un pueblo blanco con palmeras, naranjos y una brisa húmeda por la cercanía de la costa. Rulfo quizá conoció el pueblo pero solo tomó el nombre para rellenarlo después a su medida.
San Gabriel es lo más parecido a Comala porque además su nombre ha sido flotante. Durante 60 años, se llamó Venustiano Carranza, en honor a uno de los próceres de la Revolución. Volvió a ser San Gabriel en 1993. Rulfo no llegó a ver la recuperación semántica. Él mismo decía:
–Soy de un pueblito que hasta el nombre ha perdido