Las rebajas del patrón
Morenito de Aranda cortó una oreja de poco peso a un codicioso toro de la mansa corrida de El Ventorrillo
La oreja de escasísimo peso que paseó Morenito de Aranda es la constatación de dos realidades; la primera, que Madrid —al igual que Sevilla— ya no es lo que era (“cuando el que manda es el público”, decía Pepe Luis Vázquez, “la fiesta se desmorona”); y la segunda, que hay tantas ganas de ver torear, hay tanto cansancio acumulado de tardes de desesperado aburrimiento, que cuando el tendido ve a un señor con un porte elegante, que se coloca en su sitio y traza algún buen muletazo trufado con medios pases, sueña literalmente el toreo. Es decir, que imagina lo que quisiera ver, y engrandece lo que la vista le transmite.
En dos palabras, que han llegado adelantadas las rebajas del patrón (no las de Simón Casas, que es el que manda ahora en esta plaza, sino las de San Isidro, que hace un alto en la labranza, y él, que sabe lo suyo de bueyes, se apiada de los valientes muchachos vestidos de luces), y, por un precio módico, Morenito paseó una oreja que otrora costaba un potosí.
Pero no estuvo mal el torero de Aranda, no. No estuvo para cortar un trofeo, pero sí muy por encima de su lote, el mejor, por otra parte, de una bien presentada, pero mansa, descastada y sosa corrida de El Ventorrillo.
EL VENTORRILLO / DE MORA, MORENITO, ROMÁN
Toros de El Ventorrillo, bien presentados, astifinos, muy mansos, descastados y sin clase.
Eugenio de Mora: tres pinchazos, media tendida, —aviso— tres descabellos, casi entera —2º aviso— y estocada caída (silencio); estocada desprendida (silencio).
Morenito de Aranda: dos pinchazos —aviso— y dos descabellos (ovación); pinchazo y casi entera (oreja).
Román: estocada (silencio); dos pinchazos, media atravesada —aviso— y tres descabellos (silencio).
Plaza de Las Ventas. Segunda corrida de feria. 12 de mayo. Casi tres cuartos de entrada.
Recibió al quinto con unas vistosas verónicas —Morenito maneja con gusto el capote—, un toro que no hizo una pelea de bravo en el caballo, aunque acudió alegre en banderillas y obedeció con prontitud el cite en la muleta. Permitió, eso sí, el lucimiento de José Manuel Zamorano —extraordinario el segundo par— y Pascual Mollinas, con los palos, y que el público creyera ver lo que no existió.
Acudió de largo y con codicia a la muleta de Morenito, en embestidas cortas, con más genio que clase, mientras el torero colocaba en la balanza su buen gusto y decisión, y el público, sus ansias por ver torear. Entre la obediencia del toro, la entrega del torero y la mirada obnubilada de los espectadores, aquello parecía lo que no era; tanto es así, que el matador falló en la suerte suprema y, a pesar de todo, una minoría de la plaza pidió la oreja, y una mayoría, con las manos en los bolsillos, gritó y silbó desaforadamente cuando vio que las mulillas estaban a punto de trasladar el toro al limbo del desolladero. Cómo sería el griterío que el presidente, muy digno en principio, se guardó la dignidad en el bolsillo, de donde se sacó un pañuelo blanco que le pesará en su conciencia de buen aficionado.
Aseado se mostró también Morenito ante su primero, con atisbos de clase, pero sin cimientos físicos para sostenerse en el mundo. Se colocó bien, cruzado siempre, y dejó cierto aroma con sus buenas maneras.
Caso muy distinto fue el de Eugenio de Mora, un veterano que ha cumplido ya 20 años de alternativa, y más que a una corrida parece que lo habían mandado a la guerra. Muy complicado fue su lote, sin codicia y con peligro el primero, y sin calidad y adormecido el otro. Salió con muchas ínfulas De Mora y se plantó de rodillas en el inicio de la muleta ante el que abrió plaza. No se lo tomó a bromas el toro, de modo que si el toledano no se levanta con rapidez, hoy estaría acostado, pero en un hospital. Pasó el quinario para acabar con su oponente, duro de roer, experto en arreones, y el asunto terminó regular gracias a la intervención del patrón, se supone. La pelea con el cuarto fue contra los elementos de un toro aculado en tablas que se negó taxativamente a seguir el recorrido de la muleta.
Y de órdago fue la voltereta que sufrió Román cuando trataba de robarle algún muletazo al sexto. Lo levantó y lo lanzó al aire con esa fuerza descomunal de un toro; imposible calibrar desde la grada la altura, pero la ilusión óptica fue de salto con pértiga. Pues el chaval se levantó como si tal cosa (porque es un chaval, claro), y continuó ofreciendo el pecho y los muslos a sabiendas de que no encontraría ningún tesoro.
El tercero, otro que tal bailaba, le lanzó un tornillazo al cuello, que si no le robó la medalla de la Virgen de los Desamparados, poco le faltó. Valentísimo, se jugó el tipo sin cuento, y dijo sin abrir la boca que prefería un disgusto que ser materia de olvido. ¡Qué duro resulta, a veces, para un torero ser huésped del recuerdo!
Babelia
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