Cuando las palabras son la acción
En las películas del director de cine barcelonés hay una obsesión por elevar a primer plano el minucioso tejido de unas vidas cruzadas
Cesc Gay es un escritor que hace películas. Su mundo real son las palabras, pero este cineasta, siendo un chaval, comenzó a jugar con la cámara súper 8 de su padre y sabe muy bien que en este juego en el principio no fue el verbo, sino la acción. De hecho, el cine nació mudo en 1895 y no empezó a hablar hasta 32 años después, cuando Al Jolson, en la película El cantor de jazz, pronunció esta primera frase ante la cámara: “Ustedes todavía no han oído nada”, y la voz fue asumida en la pantalla como una nueva forma de imaginación. Aún hoy, cuando se inicia una sesión de rodaje, el director da los tres gritos de rigor que sintetizan la esencia cinematográfica: "¡Silencio, motor, acción!".
Pero una cosa es el silencio y otra callar. El hecho de que Cesc Gay (Barcelona, 1967) sometiera el mundo al ojo de una cámara adolescente, definió la estética de su cine: un escritor que dirige, un director que escribe, obsesionado por elevar a primer plano el minucioso tejido de unas vidas cruzadas, entre el intimismo y la contención, sin solemnidad ni dramatismo. Cesc Gay sabe muy bien que existe un dios de las pequeñas cosas. Todas las grandes pasiones pueden ser reducidas a una cámara súper 8, y entonces una acción intensamente dramática puede suceder a media voz en el banco de un parque, en la mesa de un restaurante, en cualquier esquina de la ciudad donde el azar entrelaza en encuentros fortuitos las vidas anodinas, cotidianas, de sus personajes que llevan a cuestas engaños, heridas, frustraciones, no exentas de cierto dolorido humor que nunca llega al despecho. Con una sonrisa amarga, basta.
Desde el momento en que el cine comenzó a hablar, toda la historia de la literatura fue deglutida por la voracidad de las cámaras. Griffith asumió para la escritura cinematográfica la estructura realista de la narración de Dickens, y ya no hubo novela, hecho histórico y epopeya escrita que no fuera llevada a la pantalla. Durante más de medio siglo, el cine se inspiró en la literatura, pero la estética cinematográfica acabó por imponer sus reglas y los novelistas comenzaron a pensar en imágenes y se pusieron a disposición del cine, se inspiraron en películas vistas, en diálogos, réplicas famosas que se convirtieron en un légamo de la cultura. Mientras escribían sus historias, pensaban en el beneplácito del productor, tal vez imaginaban el rostro de una determinada actriz, en los paisajes de la localización, empeñados en felicitar el camino para que esa narración llegara a la pantalla, fin natural del trayecto en la actual cultura de masas. Pero da la sensación de que Cesc Gay solo es esclavo de las palabras que van a pronunciar sus personajes y de ellas saldrán nudos, enredos, adulterios, caídas. Unos vecinos hacen el amor en el piso de arriba. Bastará este hecho anodino para disparar su imaginación.
En su cine se eleva a primer plano el minucioso tejido de unas vidas cruzadas
Un día este escritor cineasta se fue a Nueva York en viaje iniciático, como tantos otros, y allí, en 1998, con el argentino Daniel Gimelberg rodó una comedia negra. En el ambiente claustrofóbico de la habitación 426 de un hotel se suceden, solapadas en el tiempo, cinco historias, la de un mago ilusionista, la de un periodista travestido que se va a suicidar, la de un fotógrafo voyeur, la de unos recién casados, la de una pareja de empleados del hotel. En esta su primera obra canónica todavía está envenenado de Nueva York a medias, con la ración de argentino que le proporciona Gimelberg, pero Cesc Gay ya impone una cuña estética, que será en adelante marca de la casa: estas cinco historias están entrelazadas por un gato, que se pasea por la cornisa.
Este cineasta sabe muy bien que el efecto mariposa no necesariamente desencadena una catástrofe. Su visión dramática de la comedia de la vida es lo más parecida a esa pequeña roca que se desprende de un talud y cae por la rodada sin poderse adivinar si va a provocar un derrumbe general, si va a morir en el fondo del barranco o se va a detener a mitad del camino. De esta estética participan sus historias de En la ciudad y de la película Una pistola en cada mano, que lo consagró.
Finalmente, Cesc Gay ha llevado al extremo su estética de ese dios de las pequeñas cosas al enfrentarse a la muerte con una mezcla de amistad, ironía y humor, como si morir se tratara de un lance de fin de semana, como quien va a la playa. Esta vez, Cesc Gay, en Truman, se sirve del destino de un perro para expresar la angustia existencial del protagonista. Si Cesc Gay rodara la separación de las aguas del mar Rojo a lo Cecil B. DeMille, sin duda se ahorraría los efectos especiales y llevaría la cámara ante el propio Moisés, y nos haría ver su tormento interior por llevarse consigo al perro ante la posibilidad de que muriera ahogado si el Dios de la Biblia se ponía borde y volvía a juntar las aguas antes de la hora convenida.
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