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La Edad Media no fue como cuentan en ‘Juego de Tronos’

En contra del manido estereotipo que resalta su oscuridad, el periodo medieval fue clave para asentar las bases políticas, urbanas e institucionales de la era moderna.

Cúpula del Baptisterio de Parma, del siglo XIII, situado junto a la catedral de la ciudad italiana. 
Cúpula del Baptisterio de Parma, del siglo XIII, situado junto a la catedral de la ciudad italiana. Masci Giuseppe (AGF/UIG/Getty)

La Edad Media es, probablemente, el periodo más paradójico de la historia. Tierra de nadie, un tiempo intermedio entre un Imperio Romano al que la civilización occidental debe casi todo (¿qué han hecho los romanos por nosotros?) y un mundo nuevo de imprentas y tierras aparentemente vírgenes, su evocación suele asociarse con la violencia irracional, el gobierno tiránico y una pobreza material, cultural e institucional generalizada. Lo feudal se asocia a las formas políticas, económicas y sociales más nefastas para la humanidad; la intransigencia, la superstición, la misoginia, el miedo a lo desconocido y la persecución de cualquier otro remiten a la hegemonía del pensamiento eclesiástico y a la ruindad de muchos de sus representantes. Junto a ello, una visión más complaciente —e ingenua— del periodo rescata la imagen de almas sencillas incapaces de entender el mundo en que viven: pacíficos campesinos que trabajan sus campos o artesanos urbanos que fabrican sus mercancías, todos ellos representados en las miniaturas de los códices medievales.

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Entre una y otra, emerge la fascinación por un mundo extraño y contradictorio —sofisticado y primitivo, moderno y arcaico, forjado en la encrucijada de diversas civilizaciones— exacerbada por la épica visual de fantasías medievales como la de Juego de tronos, una de cuyas tramas se inspira —como reconoce su propio autor— en la Guerra de las Rosas entre las casas de Lancaster y York en la Inglaterra del siglo XV.

Si un periódico como este hiciera una encuesta al respecto, sería probablemente la Edad Media la época histórica en la que casi nadie querría vivir. No en vano, de los diez peores años de la historia de Inglaterra que los lectores de The Guardian eligieron en 2014 (quizás ahora hubieran cambiado alguno), cinco corresponden al periodo medieval. Como etapa en la historia de la humanidad, se situaría por méritos propios en el lado oscuro. Y de edad oscura caracterizó a los siglos posteriores a la caída del Imperio Romano el gran Edward Gibbon, en el último tercio del XVIII.

El rechazo de este concepto de edad oscura, por obsoleto y cargado de prejuicios negativos, hizo que estallara en la primavera de 2016 una peculiar guerra en Twitter que, con el hashtag #stopthedarkages, movilizó a medievalistas y arqueólogos de todo el mundo, en particular a los anglosajones. Quizá fue una tormenta en un vaso de agua, pero, dado que un alto cargo de la Universidad de Belfast había afirmado poco antes que “estudiar el siglo VI no era útil para la sociedad”, asumir la oscuridad del trabajo que uno lleva a cabo es condenarlo a la irrelevancia.

Fue Flavio Biondo, humanista italiano del siglo XV, quien acuñó, desde una perspectiva de superioridad intelectual y cultural, el término de Edad Media cuando dividió la historia en tres edades: antigua, media y moderna. El medioevo, la edad intermedia, era poco más que el tránsito entre dos épocas gloriosas: una larga noche de 1.000 años entre la Antigüedad, cuna de las civilizaciones occidentales, y el Renacimiento, marcado por el genio artístico, el nacimiento de los Estados modernos y la exploración del mundo.

Nuevas formas y estructuras políticas cristalizaron en los siglos posteriores a la desintegración imperial romana. La lógica territorial se impuso.

Los periodos cronológicos son herramientas de clasificación útiles, pero también construcciones abstractas elaboradas a posteriori para ordenar los conocimientos. La unidad de la Edad Media es falsa, como lo es la de la antigua, de la moderna y qué decir de la contemporánea. Los extremos de unas y otras enmarcan sociedades diferentes y transformadas en el curso del tiempo y de los acontecimientos. Un desprecio similar al de los humanistas, no ajeno en este caso al objetivo de abatir las estructuras de poder de su tiempo, mostrarían 300 años más tarde los filósofos ilustrados franceses al no ver en la Edad Media más que una época de bárbaros e ignorantes, de lenguas surgidas de los despojos del latín y de un arte grotesco y de baratijas. El cristianismo había debilitado el Estado romano y la Iglesia había ejercido un dominio tiránico.

Para Voltaire, la Inquisición y la masacre de los herejes albigenses en el siglo XIII fueron los acontecimientos más viles de la historia. Montesquieu acuñó una noción de régimen feudal bastante ajena a la realidad del mundo medieval; la noche del 4 de agosto de 1789, cuando la Asamblea Nacional francesa proclamó la abolición del sistema feudal, el tópico se fijó para siempre.

Muchos son los lugares comunes asociados a la Edad Media. No sólo los relativos a sus tiránicas formas políticas y a la violencia del sistema. También a su aislamiento, su ausencia de curiosidad y su temor reverencial a cualquier cambio. Sin embargo, un somero recorrido por algunos de sus rasgos distintivos revela que la modernidad no se construyó contra lo medieval. La investigación reciente y los hallazgos de la arqueología muestran que la Edad Media fue mucho más que una Europa cristiana encerrada en sus fronteras defendiéndose de sus enemigos. Fue una sociedad dinámica, tanto económica como culturalmente, donde las personas, los objetos y las ideas viajaron más allá de los confines de lo conocido.

Las cruzadas y las peregrinaciones entre Oriente y Occidente, de Jerusalén a Santiago de Compostela, se evocan al instante, contribuyendo además a fijar la imagen tópica. Pero la Edad Media no es solo europea y cristiana. Es un mundo global e interconectado. Además de personajes singulares como Marco Polo, otros muchos transitaron las rutas de la seda y los caminos terrestres y marítimos, en todos los sentidos y desde fechas muy tempranas, y se establecieron en lugares lejanos.

Sofisticados análisis han permitido conocer el origen chino de dos esqueletos descubiertos en un cementerio en Londres de época bajoimperial o de los primeros siglos medievales; las sagas islandesas narran las expediciones vikingas a Groenlandia en el siglo X; los relatos de los enviados por los reyes cristianos a Oriente —como el de Guillermo de Rubruck, embajador en 1253 de Luis IX de Francia ante los mongoles, o el de Ruy González de Clavijo a Samarcanda, enviado en 1403 por Enrique III de Castilla— se refieren a desconocidas comunidades occidentales previamente establecidas.

Las primeras universidades establecieron un sistema de títulos y grados como magíster o doctor que constituyen aún los jalones fundamentales

También la movilidad de los objetos refleja ese mundo globalizado: granates de Sri Lanka en joyas merovingias, cristal de roca tallado procedente de Egipto en los tesoros de las grandes catedrales occidentales, monedas de oro bizantinas encontradas en tumbas en China, abalorios del este de Java encontrados en puertos controlados por Bizancio. Un barco hundido construido en la península arábiga y descubierto en 1998 junto a la isla de Belitung, en el mar de Java, confirma el intercambio a larga distancia entre el califato abasí y la dinastía Tang en el siglo IX: 60.000 piezas de finísima cerámica china extraordinariamente preservadas, oro, plata, especias y resinas constituyen un tesoro único que habría, probablemente, obligado a Voltaire a revisar su afirmación sobre las baratijas medievales.

La Edad Media también nos ha legado millones de documentos escritos. La mayor parte de lo que se ha conservado de la literatura —y de la filosofía, y de la ciencia— grecolatina se transmitió a través de las copias producidas en los escritorios de los monasterios, en las cortes principescas y en las mesas de los copistas de multitud de ciudades orientales y occidentales. Las traducciones árabes y los textos bizantinos redescubrieron tratados antiguos desaparecidos durante siglos que hicieron posible, precisamente, el surgimiento del humanismo. Desde el siglo XII se disponía ya de traducciones de Aristóteles al latín realizadas en Toledo; en ese mismo siglo, la codificación del derecho a partir de compilaciones jurídicas previas como la del emperador bizantino Justiniano fue un factor clave en la institucionalización y el desarrollo político y constitucional del mundo moderno; el dinamismo de la medicina a partir del siglo XIII debe mucho a principios de la fisiología y la terapéutica desarrollados y sintetizados por los autores musulmanes.

La revolución de la forma de transmisión de los saberes cristalizó en una institución totalmente nueva que se ha mantenido en su forma casi original hasta nuestros días: la universidad. Las primeras universidades —Bolonia, Oxford, Salerno, París— establecieron un sistema de títulos y grados como magíster o doctor que constituyen aún los jalones fundamentales del currículo de la educación superior.

Muchos aspectos de nuestra vida cotidiana tienen un origen medieval: esa es la procedencia de buena parte del léxico de nuestras lenguas modernas, forjado en ese periodo entre la desaparición del latín, el fin de los movimientos migratorios en Europa y la puesta por escrito —que fijó su transmisión— de las lenguas ver­náculas.

De la Edad Media procede nuestra forma de identificación de las personas, con un nombre de pila (bautismal) y un apellido o nombre de familia, hereditario. La imagen clásica de un pueblo apiñado en torno a su iglesia y a su cementerio no es de ninguna manera inmemorial, lo mismo que las ciudades rodeadas de sus murallas, sino un producto puramente medieval. Miles de edificios son testigos mudos de la transformación del paisaje y de la fijación de unas estructuras territoriales que surgen de la concentración de poblaciones en torno a la centralidad de los lugares del poder como iglesias, castillos y fortalezas.

Nuevas formas y estructuras políticas cristalizaron en los siglos posteriores a la desintegración imperial romana. La lógica territorial se impuso a la identidad de la estirpe en la constitución de los nuevos reinos europeos, dejando el rastro de esa transformación incluso en la forma de denominarlos —el reino de los francos pasó a llamarse Francia, por ejemplo—, mientras que una enorme vitalidad institucional cuajó en las ciudades, en los Gobiernos urbanos y en las asambleas gubernativas, donde algunos han querido ver los orígenes del parlamentarismo moderno.

El control de la violencia arbitraria fue una de las consecuencias del desarrollo institucional medieval. La Edad Media no fue una época de paz y amor universal, pero a lo largo de ella se teorizaron y se pusieron en práctica formas de justicia, de mediación y de resolución de conflictos. La guerra era, en cierta medida, el último recurso, ya que los Estados no podían sostener la violencia en unos niveles muy altos y constantes. Las batallas campales con grandes contingentes de guerreros a pie y a caballo enfrentados en una lucha a muerte fueron escasas y, por ello, magnificadas en los relatos de la época. La violencia brutal e impredecible es distintivamente moderna.

Fue Bernardo de Chartres, y no Isaac Newton, el autor original al que se le atribuye generalmente, hacia 1120, una de las citas más famosas de la historia de la ciencia: “Somos enanos a hombros de gigantes”. En medio de dos edades aparentemente de oro, la medieval no fue una edad de hierro. Tuvo, más bien, tiempos de enanos y tiempos de gigantes. Como todas.

Ana Rodríguez es investigadora científica en el Instituto de Historia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales-CSIC. Actualmente dirige el proyecto Petrifying Wealth. The Southern European Shift to Masonry as Collective Investment in Identity, c. 1050-1300, financiado por la Unión Europea.

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