Con tutú y a lo loco
Lo que era gracioso hace 40 años, en gran medida hoy ya no lo es
LES BALLETS TROCKADERO DE MONTE CARLO
Lo que era gracioso hace 40 años, en gran medida hoy ya no lo es. El humor teatral, las maneras de percibirlo, han evolucionado (muchos dicen que a peor). Con el ballet pasa lo mismo en cuanto a gustos, maneras, y sobre todo, a esa impostación desnaturalizada que lo caracteriza y sella. Hace poco, Alastair Macaulay en The New York Times encabezaba su crítica sobre los chicos del Trockadero (siguen siendo aparentemente unos muchachos traviesos a pesar de mucho haber superado holgadamente la cuarentena) diciendo algo así como que “el ballet es en sí mismo un arte del todo absurdo”. No le falta razón, ese es su encanto como género escénico, desde la esquizofrenia de sus cinco posiciones básicas al traje canónico, el tutú, ese característico artefacto neorococó que vale para rotos y descosidos. Razonemos que el ballet no es hoy lo que era, ya no hay divas talludas incontestadas ni esa gestualidad de herencia decimonónica que los “trocks” malévolamente bordan en tono exagerado, casi recordando a la manera poco amable en que Honoré Daumier dibujaba a las bailarinas parisienses.
Les Ballets Trockadero de hoy difieren mucho del original legendario de los años setenta y ochenta del siglo XX, y hasta de los espectáculos de los noventa, aun conservando su sello e imagen. El baile ha cambiado y la gracia, lo gracioso, ha disminuido un poco, no posee la frescura imperfecta y naif de antaño; la velada sigue siendo divertida, es imposible no reírse, pero hay que, por coherencia, negarse a toda engolada especulación sociológica, como a veces se lee por ahí. Sería estúpido concederles un lugar más allá del puro entretenimiento. Sus posibles valores están en la exitosa taquilla. La compañía que fundaron Peter Anastos, Natch Taylor y Antony Bassae en 1974 tenía el candor del balletómano furioso, donde encontraron al principio su público más fiel; luego todo ha ido bien en la empresa y hubo dinero para comprar pelucas nuevas, kilos de lentejuelas y muchísimos metros de tul barato. El éxito se aseguró con las temporadas (que siguen hoy) en el Joyce Theatre de Nueva York. Ya debía escribirse el libro de las anécdotas de los Trocks, que se cuentan a cientos y también son hilarantes. Recuerdo las protestas confusas en el Teatro del Generalife de Granada durante un festival veraniego, un lío que casi acaba en los tribunales con muchas hojas de reclamaciones volando por la Alhambra, donde una niña dijo muy alto: “Abuela, que rara es esa bailarina”, y allí empezó la fiesta… y el desastre.
El repertorio del Trockadero es hoy muy amplio, y recrean afiladamente obras como “Laurencia”, “Grand pas de Quatre” o “Majísimo” (que ellos han convertido en “Majísimas”) no vistas en España. De todo eso, han traído a Madrid su clásico “Lago de los cisnes”, pleno de referencias más realistas de lo que se cree y un “Don Quijote” tan atropellado como, en justicia estética, incoherente. Pero lo más refinado y desternillante de la velada es sin dudas “Patterns in Space” (basado en “Points in Space” de Merce Cuninngham, 1986), una sátira mordaz y muy curiosa de “lo moderno” donde no se libra el estilo coreográfico de Cunningham ni la música de Andrew Frank; ni siquiera el ínclito venerable John Cage, que aparece junto a una asistente “haciendo música en directo”. No fue lo que más risas arrancó en el público, pero sin dudas era lo más elaborado y ambicioso del programa junto al “pas de six” de “Esmeralda”, con esa famosa variación del lamento en puntas tratada adecuadamente con un virtuosismo de pacotilla.
Babelia
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