En la maraña del mundo
El proyecto de sumergirse en los complejos mecanismos que propiciaron semejante horror terminó por electrizar a Truman Capote
Lo que Truman Capote hizo en A sangre fría fue utilizar los recursos de la literatura para contar el asesinato de la familia Clutter en Holcomb, un pueblo de Kansas. Era una matanza sin sentido, incomprensible. Así que Capote, en cuanto supo del asunto, se arremangó y se metió de lleno en la historia en 1959 con el escrupuloso afán de no apartarse un ápice de lo que allí había ocurrido. Conoció a los dos sospechosos, habló con ellos, quiso saber. El novelista —ya había publicado Otras voces, otros ámbitos y Desayuno en Tiffany’s, por ejemplo— estaba acostumbrado a tirar de la imaginación para ajustar sus historias. Y se vio obligado de pronto a ceñirse estrictamente a los hechos, a no apartarse un milímetro de la realidad y a cuidarse de cualquier iniciativa fantasiosa a la que pudieran agarrarse los acusados, aquellos tipos —sobre todo, Perry Smith— a los que intentó exprimir al máximo para llegar a ese remoto punto donde, acaso, podría esconderse el secreto.
El proyecto de sumergirse en los complejos mecanismos que propiciaron semejante horror terminó por electrizar a Truman Capote. En una carta que le escribió a Cecil Beaton el 21 de enero de 1960 le contaba: “Volví ayer: tras casi dos meses en Kansas: una experiencia extraordinaria, en muchos aspectos lo más interesante que me ha pasado en la vida”. El libro no se publicó hasta 1966, después de haber aparecido en cuatro entregas en The New Yorker. Fue un bombazo.
Hay quienes consideran que inauguró el género de la novela de no ficción; otros le atribuyen el inventar el Nuevo Periodismo. Da igual tanta palabrería
Hay quienes consideran que aquella obra inauguró el género de la novela de no ficción; otros le atribuyen el honor de haber inventado el Nuevo Periodismo. Da igual tanta palabrería. Lo que Capote hizo fue tirar de los recursos que conocía de su trabajo como novelista y utilizarlos para ocuparse de un crimen vulgar (y abominable). Tomar ciertas distancias, buscar una perspectiva personal, utilizar los diálogos, rascar para ir un poco más allá, disponer la información para crear expectativas, abrir el foco para que intervengan miradas distintas y, vaya, escribir bien.
¿Qué vino después? Pues una legión de seguidores —no fue Capote, por cierto, el inventor del procedimiento—. Algunos de sus herederos lo han hecho bien, y le han dado al periodismo una duración y alcance mayor: por su afán de profundidad y complejidad, por el rigor en la investigación, por una notable escritura. Pero ha ocurrido algo terrible: hay quienes han entendido que este tipo de periodismo obliga a la cursilería, a la adjetivación pomposa, a la más perniciosa de las ambiciones: la vacua solemnidad.
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