Cecilia Bartoli: sencillamente, la mejor
La mezzosoprano ofrece un apoteósico recital en el teatro Real donde repasa imponente cuatro siglos de canto italiano
Cuando en un futuro más o menos lejano los amantes de la ópera quieran saber qué figuras predominaban a principios del siglo XXI, tendrán que acudir en los compendios y los diccionarios a la letra B y buscar: Bartoli. Allí encontrarán glosada a la mezzosoprano italiana (Roma, 1966) que ha marcado época. Y si desean rastrear su paso por Madrid, probablemente alguien haya dejado patente el recital de este pasado domingo en el teatro Real. No encontrarán su nombre en ningún reparto de montaje alguno. Y si no lo remedian pronto, tampoco de ahora en adelante. Pero sí un puñado de apariciones apoteósicas acompañada al piano –como esta última, junto al peculiar y entusiasta Sergio Ciomei- o con orquesta.
Una vez más, la cantante romana demostró ser, sencillamente, la mejor. Han existido voces femeninas italianas que con mérito dominaron los repertorios, sin aportar nada más. Y otras que fueron más allá. Solo algunos nombres escogidos marcaron época. Por poner ejemplos: la Cuzzoni, el barroco, Giudita Pasta o María Malibrán, el belcanto, Giuseppina Strepponi, el predominio verdiano, Maria Callas –el inicio de la interpretación moderna- o Renata Tebaldi, Renata Scoto, Montserrat Caballé o Joan Sutherland, entre otras, en el meollo del siglo anterior. Durante el paso del XX al XXI, brilla sobre todas las demás Cecilia Bartoli.
Con un mérito añadido, si cabe: los cantantes del presente deben aportar un algo extra a la presencia escénica, el dominio de la voz y la singularidad interpretativa. Además de todo eso, Bartoli ha abierto brecha en el estudio de tesoros escondidos o en la forma de labrar una carrera de manera moderna que muchos han imitado después. No sólo propuso otra forma de abordar en el belcanto a Rossini y a Bellini, sobre todo, además de sentar cátedra mozartiana en sus comienzos. También descubrió para un público amplio la ópera de Vivaldi –su Vivaldi álbum, junto al Giardino Armonico, impactó el mercado con joyas desconocidas-, redefinió a Salieri, dictó una lección exquisita con Gluck, reivindicó frente a las tinieblas el repertorio vedado a las mujeres durante el siglo XVIII en Opera Proibita, rindió homenaje a la Malibrán o redescubrió a Agostino Steffani, el cura, espía y diplomático que tendió un puente sutil entre el barroco y el siglo XIX.
Bartoli ha abierto brecha en el estudio de tesoros escondidos o en la forma de labrar una carrera de manera moderna que muchos han imitado después"
Ha introducido en el mundo de la ópera los trabajos conceptuales y rebuscado en archivos para resucitar aquella música que dormía la noche de los tiempos, invitando a otros tantos dentro de su generación a seguir por ese camino. Su instinto y los buenos maestros le sugirieron un buen día que la reinvención que introdujo Nikolaus Harnoncourt –con quien ella colaboró intensamente- dentro del barroco, podía trasladarse a gran escala en el corazón del divismo contemporáneo y en la ópera.
Todo eso tendría mérito de por sí. El qué. Pero lo grande en ella, lo que marca la diferencia es el cómo. Y eso se comprueba, ante todo, sobre un escenario. El programa que presentaba Bartoli el domingo, de entrada, se salía de lo corriente. Rompía corsés y tendía puentes que unían el paso de los cimientos que los grandes compositores italianos impusieron en Europa para asentar el barroco hasta la canción popular del siglo XX, con un referente final en la lista del domingo como Domenico Modugno. En medio se daban cita los reyes del belcanto, Rossini, Bellini y Donizetti, el verismo de Puccini y la canción napolitana con sus ollas de cocina y su rayo de nostalgia.
Unos 400 años de historia de la música que Bartoli abordó con naturalidad y carácter, con imán, picardía, hondura y una maestría que pocos igualan hoy sobre las tablas. A cada pieza le otorgó los cánones del estilo sin que ello robara un ápice a su propia personalidad. Irradió en cada ración de repertorio una poderosa capacidad de comunicación. Bartoli no canta sólo con una voz capaz de robar toda tu atención en los pianísimos y asombrarte entre malabares y piruetas, transmite la fuerza de cada pieza con los ojos, el morro, los hombros, el pecho, la cadera, la coleta... Entre la sonrisa y el trance, arrastra a un público que en cada visita le ruega que vuelva con algún título escenificado a Madrid, la piropea espontáneamente en los intervalos y la vitorea en sus laberínticos arranques rossinianos, como fue el caso de su bis de despedida: Non piu mesta, de La Cenerentola, que hizo la quinta propina.
El público del Real en cada visita le ruega que vuelva con algún título escenificado a Madrid"
Antes había abierto con una primera parte dedicada a los barrocos que dominaron los siglos XVII y XVIII –Giulio Caccini, Caldara, Vivaldi, Domenico y Alessandro Scarlatti, Nicola Porpora, maestro de Farinelli-, se adentró en la influencia y el influjo italiano dentro de Haendel y Mozart, saltó al belcanto y a la segunda mitad del XIX con un Puccini centrado en el aroma popular y regresó de nuevo al Nápoles de la emigración a principios del XX. No hay que olvidar que en el sur de Italia, lo mismo que en Venecia, se colocaron las bases en el XVII y el XVIII de buena parte de la música que dominó el continente.
Una lección, otra más. En absoluto pedante. Honda, festiva, sugerente y única, porque sólo hay un nombre capaz de ofrecer ese ambicioso recorrido con cada acento y singularidad en el lugar preciso. Sin renunciar al gozo pleno y al rigor. Una hazaña en manos de la cantante que más que ninguna ha marcado hasta ahora el presente: Cecilia Bartoli.
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