Una espléndida narración fallida
Publicada en 1978 y vilipendiada por la crítica, 'El hijo cambiado', de Joy Williams, cae arrastrada por su cursilería
A Pearl le tira “más el vino que las rosas, como dicen algunos”; en no menor medida debido a ello, su vida es rara: vive en una isla frente a la Costa Este estadounidense, rodeada de niños sin padre que Thomas cría con una mezcla de misticismo y dejadez y de los que se desembaraza cuando se convierten en adolescentes. Thomas es el hermano de Walker, quien sorprendió a Pearl robando en unos grandes almacenes y se la llevó con él a la isla; Pearl escapó, pero Walker dio con ella y Sam, el bebé de ambos: cuando regresaban, el avión en el que volaban cayó a tierra, y al accidente sólo sobrevivió Pearl y (quizá) su niño. Ahora Sam tiene siete años y Pearl teme que se esté convirtiendo en un animal salvaje o en el inventor de una religión infantil que tiene su centro en las historias sobre Aaron y Emma, los primeros habitantes de la isla; Sam está bajo la influencia de “la anciana”, pero a la anciana sólo la ve Pearl: al final, por supuesto, habrá sangre, durante una tormenta.
Una buena parte de los estudios literarios de las últimas décadas tiene como objeto el discurso libre indirecto, esa modalidad de lo que denominamos el “punto de vista” de la narración en la que el discurso del narrador y el del personaje “se funden” de manera que al lector le resulta imposible determinar si lo que lee se corresponde con la realidad objetiva de la situación narrada o si está leyendo lo que el personaje ve y piensa. El hijo cambiado es un caso estándar. Por ejemplo, su lector acepta rápidamente que la concatenación de acontecimientos implausibles y la percepción alterada del narrador son resultado de la superposición de su discurso con el del personaje. ¿Cómo pudo dar Walker con Pearl y Sam tras su huida a Florida? ¿Cómo sobrevivieron los dos últimos al accidente aéreo? ¿Por qué regresó Pearl? ¿Quién es “la anciana”? ¿Qué quiere Thomas? Sólo aceptando que se halla frente a un discurso indirecto libre puede el lector suspender su incredulidad a la espera de que la narración esclarezca qué hechos son reales y cuáles no.
El hijo cambiado fue publicada en 1978 y vilipendiada por la crítica; antes de ello, Williams había producido un muy buen debut, Estado de gracia (1973): editaría dos novelas más, incluyendo Los vivos y los muertos (2002), y algunos de los mejores libros de cuentos que se hayan publicado en EEUU en las últimas décadas (a pesar de no ser la “autora más asombrosa y genial de la narrativa norteamericana actual” que vende la hipérbole editorial). Su novela está repleta de símiles y comparaciones inusitados, pero Williams no es infalible y en El hijo cambiado cae frecuentemente en la cursilería: Pearl desea rodear a Walker con los brazos y “arrojarse abrazada a él por el borde de ese instante y sumergirse en la nada”, sueña con un pene “bífido, como la lengua de una serpiente, de suerte que le permitiera ejecutar todos los actos del amor a un tiempo”, etcétera.
El hijo cambiado podría ser una espléndida narración en torno a una joven librada a las fuerzas irreprimibles de la naturaleza y del inconsciente de no ser, precisamente, por la cursilería de pasajes como los anteriores, por el hecho de que el relato es demasiado extenso y porque su discurso libre indirecto es fallido. Al fin y al cabo, ¿cómo puede Pearl conocer la historia de Lincoln con Shelly, “ver” al primero masturbándose en la intimidad, saber de las vidas de Aaron y Emma?
El hijo cambiado. Joy Williams. Traducción de David Paradela. Alpha Decay, 2017. 277 páginas. 29,90 euros.
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